Ignacio Varela-El Confidencial
- Nadie en España ha destinado tantos recursos materiales y humanos ni entregado tanto tiempo a la lucha por el poder como la persona que hoy lo ejerce
Si el resultado de las elecciones dependiera del esfuerzo, los recursos, la determinación y la fiereza con que se lucha por la victoria, Pedro Sánchez ganaría de lejos. Todos los políticos son competitivos, desean ganar, suelen desarrollar egos hipertrofiados y se afanan por alcanzar y después defender el poder. Pero es imposible que ninguno de sus adversarios lo haga con la fijación monomaníaca de Sánchez; es imposible que alguno esté dispuesto a poner sobre la mesa lo que él pone, llevar el combate hasta más allá de lo razonable y rebasar límites que para cualquiera resultarían infranqueables y para él son meros accidentes del terreno, nada que no pueda y deba sortearse en la conducción temeraria hacia la única meta que da sentido a su existencia.
Arrumbada la vocación de mayoría para el partido de Sánchez, la victoria electoral se vincula a fabricar cualquier combinación de fuerzas parlamentarias que le permita superar una investidura, por excéntrica que sea. El origen y la naturaleza de esas fuerzas, su coherencia ideológica o programática, su relación amistosa u hostil con el orden constitucional y las servidumbres que se deriven de aliarse con ellas son contingentes y extrínsecas al fin que se pretende. El nacimiento de la coalición Frankenstein no responde a un modelo político, una posición ideológica o un proyecto de país, sino a un criterio exclusivamente funcional. La funcionalidad de los hechos y las personas al servicio de un propósito absoluto —su permanencia en el poder— es el único hilo conductor que resulta útil para interpretar sus movimientos. En Sánchez, “voy a por todas” no es una frase hecha, sino el hecho de una frase que debe tomarse de forma estrictamente literal.
Precisamente por ello, para este presidente la misión de gobernar consiste en crear desde el minuto uno las condiciones para seguir gobernando, y dedica a ese objetivo las 24 horas de cada día, los siete días de la semana y el 100% de las decisiones. Nadie en España ha destinado tantos recursos materiales y humanos ni entregado tanto tiempo a la lucha por el poder como la persona que hoy lo ejerce. Nadie dispone de una programación tan minuciosa, un calendario tan elaborado y una voluntad tan férreamente unidireccional como la de Sánchez. Esa es su ventaja competitiva y lo que produce en muchos de sus detractores una extraña mezcla de repulsión y fascinación ante una criatura cuyo proceder escapa a las categorías convencionales que siempre aplicaron al análisis político.
En julio se identificaron en el laboratorio monclovita las nuevas condiciones de la competición. Como elementos de contexto, una guerra que traía bajo el brazo a la vez un montón de problemas y una coartada universal para cualquier adversidad (como antes sucedió con la pandemia), una inflación desatada que destruía la economía familiar de las clientelas votantes, la pérdida crucial del colchón andaluz y un cambio de liderazgo en el equipo rival. A partir de ahí, se elaboró con todo detalle un plan en tres fases: primera, demolición del adversario. Segunda, apuntalar las alianzas presentes y futuras, pagando íntegramente a ERC el primer plazo del contrato de respaldo recíproco (la amnistía) y condicionando el segundo (el referéndum) a la conservación por ambas partes del poder tras las elecciones respectivas; y hacerlo con tiempo suficiente para que funcione la estrategia del olvido. Que ERC traicione el pacto al día siguiente forma parte, como en la fábula, del código genético del escorpión. Pero no hay peligro a corto plazo: con los mismos arrestos con los que Sánchez ha entregado la amnistía sin despeinarse, jurará por sus muertos no dar un paso hacia el referéndum; y lo cumplirá hasta que tenga en la mano una segunda investidura y cuatro años por delante, si es que lo logra.
El tercer elemento del plan no era específicamente luchar contra la inflación, sino aliviar a corto plazo los síntomas más dolorosos en los sectores sociales donde se localizan los electores potenciales del PSOE, aunque ello exija mezclar en la receta medidas efectivas con potingues clientelares objetivamente inflacionarios. La temporada final de la serie que comenzó al día siguiente de la investidura se estrenó ayer con una lluvia de millones, unos más ficticios que otros.
Como en la lucha irrestricta por el poder cabe todo lo que sea funcional para el objetivo, en la amalgama de decisiones que anunció Sánchez hay cosas convenientes y necesarias, como la reducción drástica del IVA de algunos alimentos básicos. También era conveniente y necesario hacerlo cuando la oposición lo reclamó, pero entonces no resultaba funcional dentro del plan electoral; por ello, se lanzó a ministros, centuriones partidarios y editorialistas adictos a denigrar las reducciones de impuestos como una excrecencia reaccionaria. Esos mismos que hoy se volcarán en elogios entusiastas de la exquisita sensibilidad social de su jefe. Qué sacrificado resulta mantener la adhesión inquebrantable con caudillos tan volanderos como este.
También hay medidas que apestan a clientelismo latinoamericano, como ese aguinaldo de 200 euros que, además de ser inflacionario, resultará tan impracticable burocráticamente como el afamado —y en gran medida malogrado— ingreso mínimo vital, se presta al fraude (¿cómo se comprueba que se usa para comprar alimentos?) y avanza un paso más en la cultura populista del subsidio clientelar. En realidad, solo se trata de ir preparando el terreno para amenazar en la campaña: ¡si vienen ellos, os quitarán todo lo que yo os doy!
Por último, entra en el cóctel el arma, de efectos siempre impredecibles, de la intervención gubernamental de los mercados y los precios, que con frecuencia crea muchos más problemas que los que resuelve. De momento, ya han tenido que reconducir a términos sensatos la efectista rebaja universal del 20% de los carburantes, igual para una camioneta de reparto que para un Ferrari. Esperemos unos meses a comprobar el efecto real de esta intervención, igualmente efectista, sobre el raquítico mercado del alquiler inmobiliario en España.
Hoy se canta en los titulares el final de la crisis institucional porque se podrá completar la elección de cuatro magistrados del Tribunal Constitucional. Pero ¿la crisis institucional no consistía en que el PP bloqueaba la renovación del Consejo General del Poder Judicial? Pues, bien, cuatro años después, tras varias leyes orgánicas desatornilladas a martillazos, unas cuantas tropelías legislativas y un alud de injurias en sede parlamentaria, el CGPJ se queda sin renovar y con sus competencias requisadas, pero todos conformes. Cualquier cosa es buena para el convento.
Es absurdo y estéril evaluar a Sánchez con los parámetros de la coherencia o el interés colectivo, valores completamente adjetivos para caracteres de este tipo. En él coexisten sin sufrimiento la verdad y la mentira, lo responsable y lo insensato, lo constructivo y lo destructivo, la defensa retórica de la Constitución y su corrosión fáctica, el doctor Jekyll en Bruselas y el Mr. Hyde carpetovetónico. No es progresista ni reaccionario, institucional ni subversivo, moderado ni extremista. Puede impostar cualquiera de esos personajes o su contrario por exigencia del guion y del calendario, como se comprobará más que nunca en este año electoral. Solo lo explica integralmente la pasión desordenada de mandar (que no es lo mismo que gobernar).