Ignacio Varela-El Confidencial
Los hechos de estos días han terminado de demostrar que Torra no encabeza un Gobierno sino un CDR, un mero utensilio de combate teledirigido desde Bruselas
¿A quién se le ocurrió, tras el idílico montaje junto a la fuente de Guiomar, anunciar una segunda reunión de Sánchez y Torra en el mes de octubre? Se conocía de antemano lo que sucedería justamente en este mes: los medios están llenos de declaraciones y análisis avisando sobre el otoño caliente que se avecinaba en Cataluña, y que acaba de comenzar.
No se recuerda en las últimas décadas a una turbamulta asaltando al Parlamento de una democracia digna de tal nombre (hago abstracción de los gorilas uniformados del 23-F). Es inconcebible que semejante ataque, del que pudieron resultar desgracias mayores, sea primero alentado y después jaleado por el responsable del orden público en ese territorio. Y es descabellado que al Gobierno del Estado en el que se produce el motín todo ello le parezca asumible.
Los hechos de estos días han terminado de demostrar que Torra no encabeza un Gobierno sino un CDR, un mero utensilio de combate teledirigido desde Bruselas. Su misión no es gobernar, sino desgobernar. No mantener el orden, sino promover el desorden. No representar a su país, sino fracturarlo. No prestigiar a la institución que preside, sino arrastrarla por el barro, comenzando por exhibirse como ‘molt deshonorable’ fantoche subalterno. En ningún caso se le puede considerar interlocutor útil para una negociación de Estado.
Contener el incendio es, sin duda, deseable, especialmente desde que la locura de unos y la incuria de otros han dejado expedito el camino de la violencia. Pero se está confundiendo desinflamación con dejación de las responsabilidades institucionales; y eso vale para Torra pero también, en parte, para Sánchez.
El error de base del planteamiento desinflamatorio es suponer que este es un conflicto entre dos gobiernos. En realidad, el conflicto se produce entre el Estado español y el movimiento secesionista que ocupa las instituciones de Cataluña para desmembrarla de España e instaurar allí un régimen nacionalpopulista. Y la solución, si es que existe, requeriría en ambos lados una concurrencia de voluntades que sobrepasan de largo la limitadísima capacidad de dos gobiernos en situación de debilidad extrema.
Precisamente por ello, Torra y Sánchez no están en condiciones de liderar una negociación fructífera. Desde su Gobierno ultraminoritario y de ocasión, Sánchez carece de autoridad para comprometer a los poderes del Estado y a las fuerzas constitucionales. Y desde su comité revolucionario disfrazado de Gobierno, Torra no puede (como acaba de comprobarse) hablar en nombre del conjunto del independentismo sin ser inmediatamente desautorizado. Son dos líderes frágiles (ninguno de ellos ha salido de las urnas, sino del fracaso de otros) que, además, han fragmentado sus campos respectivos aún más de lo que estaban.
Es falso que no haya propuestas concretas sobre la mesa. Hay dos clarísimas. Torra propone que se convoque un referéndum de autodeterminación. Y Sánchez propone que se rehaga a gusto del nacionalismo el Estatuto de Autonomía de Cataluña.
Aunque fuera posible aproximar las posiciones, ninguno de ellos tiene la fuerza necesaria para hacerlas valer en la realidad
El problema no es solo que la distancia entre esas propuestas sea insalvable, que lo es pese a las torsiones semánticas para simular semejanzas. Es que aunque fuera posible aproximar las posiciones, ninguno de ellos tiene la fuerza necesaria para hacerlas valer en la realidad.
Es inútil que Torra reclame a Sánchez un referéndum de autodeterminación porque este no podría dárselo aunque quisiera, como no puede torcer el curso de la Justicia aunque se muere de ganas de hacerlo. Y es igualmente inútil que Sánchez ofrezca a Torra un nuevo pacto autonomista, porque, aunque lo convenciera, el orate carece por completo de liderazgo sobre su propio movimiento para conducirlo por ese camino.
De hecho, carecen de respaldo no ya para aceptar la propuesta de la otra parte, sino incluso para sostener la propia. Sánchez no puede garantizar la reforma constitucional y estatutaria que patrocina; y el único referéndum que el independentismo toleraría a Torra sería el que condujera efectivamente a la secesión, pasando por partirle previamente el espinazo al poder judicial.
Si Sánchez creyera de verdad en una solución negociada sobre la base de un nuevo Estatuto o de una reforma constitucional, habría abierto una conversación con las fuerzas políticas sin cuyo aporte tal proyecto es inviable. En tres meses no ha hecho ni ademán, aparte de reclamar ahora un apoyo que, tal como lo formula, es más bien un cheque en blanco.
Y si Torra buscara sinceramente una solución pacificadora, trataría de tender puentes con la otra mitad del Parlament a la que ignora, además de no prestarse al penoso papel de marioneta en la guerra personal entre Junqueras y Puigdemont por la jefatura política del nacionalismo —y, sobre todo, por venganza—.
El único instrumento que, hoy por hoy, hace fuertes a los dos presidentes es que ambos tienen en sus manos el poder personal de convocar elecciones. Con ello juegan, les sirve de arma de disuasión masiva para aliados y adversarios.
El único instrumento que, hoy por hoy, hace fuertes a los dos presidentes es que ambos tienen en sus manos el poder personal de convocar elecciones
Puigdetorra sabe que ERC no desea ahora unas elecciones en Cataluña y que al PSOE le inquieta una intempestiva campaña catalana que perturbaría aún más su enrevesada agenda electoral. Y Sánchez es muy consciente de que ni Iglesias ni los independentistas quieren saber nada de unas elecciones generales anticipadas, ya que viven en la gloria con un Gobierno que vive en el alambre y depende de ellos para respirar. Por eso, unos días amaga con el decreto de convocatoria y otros lo esconde.
Si ahora o en el futuro inmediato hay algún espacio para un diálogo productivo y no solo aparencial sobre Cataluña, se requerirán interlocutores políticamente robustos, respetables y respetados, integradores y no divisivos, dotados de liderazgo real y de plurales respaldos mayoritarios. Que tengan altura y no mal de altura. Justo lo contrario de lo que ahora habita en La Moncloa y en Sant Jaume.
Y probablemente tendremos que hacernos a la idea de que durante algún tiempo ese diálogo no podrá versar sobre la lejana solución de fondo del conflicto, sino sobre cómo convivir con él, conteniendo el inmenso destrozo ya causado. Vender otra cosa no es desinflamar, es engañar.