Editorial-El Mundo
HA BASTADO el primer Consejo de Ministros para comprobar el lastre de las hipotecas con las que Pedro Sánchez arranca su mandato. El levantamiento de los controles financieros a la Generalitat supone una incomprensible e irresponsable cesión a los separatistas en un contexto en el que ni Quim Torra ha ofrecido gestos de distensión ni su Gobierno ha mostrado la más mínima muestra de retornar a la senda completa de la normalidad institucional. Nos parece muy preocupante que el Ejecutivo ordene rebajar los niveles de supervisión de las cuentas del Govern mientras el independentismo mantiene incólume la amenaza de relanzar el procés.
Antes de la moción de censura, tanto Sánchez como el resto de portavoces socialistas se apresuraron a aclarar que, aunque el artículo 155 decayera automáticamente tras la toma de posesión de Torra, consideraban que aún no se daban las condiciones para retirar las estrictas medidas de control de gasto fijadas el pasado septiembre por Cristóbal Montoro –antes del referéndum ilegal del 1 de octubre y de la entrada en vigor del 155– para evitar en el Govern el desvío de fondos hacia «actividades contrarias a la ley». Lo que hizo ayer el Gobierno fue vender como un «gesto» la obligación que tenía, una vez decaído el 155, de levantar el control que obligaba a la banca a comunicar a Hacienda todo pago de la Generalitat que transitara por sus cuentas. Y lo ha hecho aunque una nueva orden ministerial le habría permitido mantenerlo y sin que haya desaparecido «la situación de riesgo para el interés general» en Cataluña. Es evidente que la medida adoptada por Sánchez supone una gracia destinada a allanar el camino para su entrevista con Torra, con quien ayer contactó por teléfono. La portavoz del Gobierno, Isabel Celaá, que no destacó por su claridad, tachó esta decisión de «gesto para la normalización».
Resulta inexplicable que el Ejecutivo atisbe un escenario de normalización cuando Quim Torra ha proclamado su voluntad de cumplir el «mandato del 1-O», cuando se ha propuesto recuperar el Diplocat y las embajadas en el exterior y cuando ya ha exigido a La Moncloa que desista en los recursos interpuestos ante el Tribunal Constitucional para paralizar las leyes sociales de Puigdemont. Ni siquiera se ha dignado a retirar la pancarta de los presos, motivo por el cual, con toda razón, Inés Arrimadas ha rechazado reunirse con el president. El independentismo no ha dado señales, pese al fin de la intervención estatal, de abrir un periodo que permita el restablecimiento de la normalidad autonómica. Al contrario. Continúa la legitimización del golpe de octubre y la radicalización de un movimiento que ya no disimula su deriva excluyente y xenófoba. La consellera de Cultura no tiene empacho en calificar el castellano como «una lengua de imposición» y un centenar de independentistas, cegados por el sectarismo, boicotearon el jueves por la tarde la conferencia sobre Cervantes del prestigioso historiador Ricardo García Cárcel organizada por Sociedad Civil Catalana en la Universidad de Barcelona. Las hordas secesionistas siguen empecinadas en recrudecer el hostigamiento al disidente, exhibiendo actitudes más propias del fascismo que de un país democrático. El rector de la UB debe dar explicaciones en el Parlament tras este intolerable ataque.
En todo caso, el hecho de que los radicales campen a sus anchas por la universidad revela hasta qué punto la gangrena del nacionalpopulismo convierte en pútrido e irrespirable el espacio público en Cataluña. En consecuencia, relajar la respuesta al embate secesionista constituye una irresponsabilidad y una torpeza mayúsculas del Gobierno. Mientras Torra y sus socios mantengan su desafío al orden constitucional, el Ejecutivo no debería sentarse a una mesa a negociar absolutamente nada. Su obligación es preservar el marco legal y garantizar la convivencia. Lo contrario sería un ejercicio de adanismo político que puede salirle muy caro a España.