Mikel Buesa-La Razón

  • La UE está actuando sin considerar el largo plazo que puede determinar la severa contracción de la globalización que ha inducido la respuesta sancionatoria

Sancionar a Rusia por su invasión de Ucrania es, sin duda, un deber político para la Unión Europea, pero constituye un pésimo negocio por dos razones principales: la primera, porque, como evidencia la larga experiencia de las sanciones económicas a distintos países, su efectividad para parar la guerra es muy escasa; y la segunda, porque cuando esas sanciones son potentes, como es el caso, se revuelven contra los países que las impulsan. Ambas cosas las estamos viendo con los ya abultados paquetes sancionatorios que se han ido aprobando en Bruselas –con creciente dificultad, eso sí, como ha mostrado esta semana el embargo petrolero–.

Las causas de la inefectividad de las sanciones son múltiples, pues son muchas las vías de escape, en este caso, para Rusia, aunque evidentemente tengan un coste para este país. Además, siendo una potencia de gran envergadura, sus respuestas no resultan inocuas, como está mostrando ya la crisis alimentaria mundial que, junto a los factores climáticos, han provocado sus restricciones a la exportación de cereales y oleaginosas. Digamos que, en esto, nada de lo que se hace es inocuo y, además, pagan justos por pecadores.

En cuanto a los costes que soportan los países sancionadores, los estamos ya sufriendo en forma de inflación y de restricciones al crecimiento de nuestras economías, con un potencial en aumento, como ha mostrado el trabajo de Javier Quintana que acaba de publicar el Banco de España: hasta 1,7 puntos de elevación en los precios y de 2,4 de reducción en el PIB para España; y 2,7 y 4,2, respectivamente, para el conjunto de la Unión Europea. Pero eso no es todo, porque en este asunto la UE está actuando sin considerar el largo plazo que puede determinar la severa contracción de la globalización que ha inducido la respuesta sancionatoria, pues con ella buena parte de las actuales tecnologías sobre las que se asienta la descarbonización y la digitalización estarán sujetas a obstáculos crecientes por falta de materias primas, principalmente de metales. La transición verde es, por ello, mucho más compleja de lo que la retórica oficialista pregona; y preludia innovaciones insospechadas. Por eso, el pragmatismo y la aceptación del riesgo son elementos imprescindibles de la política industrial. Tomen nota nuestros gobernantes.