Santiago González, EL MUNDO, 20/4/12
En rigor, es cierto que las famosas 11 palabras –«Lo siento mucho. Me he equivocado y no lo haré más»– no dejaron claro qué es lo que el Rey siente (lamenta), en qué cree que se ha equivocado y qué es lo que no hará más, pero tampoco hacía falta mayor nivel de explicitud. Ésta es una de esas ocasiones en las que el significante supera con mucho el significado.
En la jura de Santa Gadea, es perfectamente presumible que El Cid contara de antemano con que la respuesta del rey Alfonso VI a su pregunta de si había tenido arte o parte en la muerte de su hermano iba a ser negativa. El rey tendría que haber sido muy gilipollas o muy supersticioso para haber dicho lo contrario. Pero lo importante no era tanto ese detalle, como el hecho de que un monarca se viera obligado a dar una explicación jurada a uno de sus vasallos.
Como si Sancho II, por mucho que le llamaran ‘El Fuerte’, hubiera sido un elefante. Hay que tener en cuenta, además, que en aquellos tiempos no había Constitución ni las monarquías eran parlamentarias. Por no haber, ni siquiera se había inventado Izquierda Unida y no había en toda Castilla ningún tipo como Cayo Lara para exigir a Alfonso VI que convocara un referéndum para proclamar la república y quemar la iglesia de Santa Gadea. O sea, que tuvieron que conformarse con El Cid.
No estuvo mal aquello, porque ilustró sobre el hilo rojo que el gobernante, por grande que sea su poder, debe mantener con sus gobernados. Lo importante no es si El Cid creyó al rey, sino que aquello era un trámite necesario, por más que aquel don Alfonso no entendiera la sutileza del momento y se tomara el asunto como una cuestión personal.
Don Juan Carlos estuvo a la altura de las circunstancias y aunque sus palabras no fueran un modelo de precisión, la liturgia de la declaración y el hecho de realizarla por su propia y real iniciativa puso en el momento un punto de dramatismo considerable.
No lo suficiente para convencer a los partidarios de la III República, al concejal de IU que lamenta que un niño no haya acertado a darse un tiro en un órgano más vital que el pie o al escritor que lamenta más la foto de un elefante muerto que la de una hilera de cadáveres de campesinos decapitados en Colombia. A esta tropa que sueña guillotinas para sus recortes le gustaría, como poco, sentar al Rey en La Noria para que la chusma tricoteuse le preguntase por los detalles.
Tampoco habrá convencido a la España profunda anterior a Santa Gadea que rebrota de cuando en cuando en plan ¡vivan las caenas! para sostener que un Rey nunca da explicaciones de sus cosas, ni de sus errores, costumbre menestral incompatible en su opinión con la grandeza de la corona.
No es preciso recordar los servicios del Rey a las causas de España, la última de las cuales nos cuenta Ana Romero en esta página, durante el viaje a Kuwait a primeros de mes. Urge el estatuto de la Casa Real, regular los viajes del Monarca al extranjero y el refrendo adecuado de todos ellos.
A los monárquicos sobrevenidos después de haber llegado a la conclusión de que cualquier otra alternativa era peor nos ha parecido una reparación simbólica suficiente.
Santiago González, EL MUNDO, 20/4/12