Xavier Vidal-Folch-El País
Puigdemont no ejerció, valiente, su deber de decidir; lo traspasó al Parlament. Arguye que no tuvo garantías, pero su bloque quebró y la calle le llamó traidor
Por unas horas, pareció en la mañana de ayer que el president de la Generalitat, Carles Puigdemont, disolvería el Parlament, convocaría elecciones y resituaría a Cataluña en la senda del Estatut y de la legalidad.
Se cumpliría el doblete: “Ni DUI” (Declaración Unilateral de Independencia) “ni 155” (por el artículo de la Constitución que autoriza a intervenir puntualmente una comunidad autónoma). Muchos parecían felices con que se atenuara la tensión.
No solo es que pareciese que Puigdemont entraba en razón estatutaria, es que sus portavoces así lo afirmaban. Y los escasos disidentes-legalistas-internos lo confirmaban desde sus móviles semiclandestinos en el Palau, esta vez con apariencia victoriosa: situaron incluso el momento M a las 13.00, lo que se aplazó. Hasta que a las cinco de la tarde, la hora torera de Lorca —“una espuerta de cal ya prevenida”—, se desinfló la expectativa.
¿Qué ocurrió en esas horas de desconcierto (habitual) y de esperanza (insólita)?
La explicación del protagonista fue sencilla, incluso simple. A cambio de descabalgarse del impulso de declarar la independencia, con la retirada concomitante del artículo 155 en ciernes, había “intentado obtener” algunas “garantías”.
¿Cuáles? No las detalló, las insinuó. La libertad de los dos Jordis (que no depende del Gobierno, sino de la Audiencia Nacional); la retirada de la Policía Nacional y de la Guardia Civil del territorio catalán (algo exorbitante, visto lo visto desde el 1-O); la renuncia de los fiscales a ejercer su oficio (más bien esotérico, para ser firmado).
La posibilidad de la salida racional que reclama Miquel Iceta es ahora infinitesimal
Y como aseguró no haber obtenido lo deseado, se retranqueó de su caída del caballo: al revés de lo que hizo Saulo, volvió a auparse a la montura de la radicalidad rupturista.
Costará saber si esa explicación es fiable. Algunos indicios pespuntean que no. Porque en el ínterin, los socialistas habían apostado fuerte por el doblete “ni DUI, ni 155”. Porque incluso el Gobierno mensajeó que si el retorno a la legalidad era claro, no habría obstáculo: otra cosa eran las declaraciones públicas, de intención disuasoria, esa ventaja de los poderosos, y de los aspirantes a serlo. Y el halcón Xavier García Albiol retuvo su bilis y dejó de amenazar.
Habrá pues que recordar los hechos. Mientras todo eso sucedía en los despachos, el doble poder existente en Cataluña desde principios de septiembre (cuando el golpe parlamentario del día 6 abrogó parcial y vergonzosamente el Estatut), como había sucedido cien años antes en Rusia, se convirtió súbitamente en cuádruple poder.
¿Cuatro poderes? Al menos. El del Estado, que sigue existiendo. Y el catalán, segmentado en tres: Puigdemont y buena parte de los posconvergentes, en la hábil línea de convocar elecciones; Esquerra, negándose en redondo y proclamando la necesidad de proclamar la república; la calle de la CUP y la plaza de Sant Jaume de todos los desconsuelos inconsolables, apoyando al líder de Esquerra, Oriol Junqueras, reclamando la independencia exprés para antes del almuerzo y acusando a Puigdemont de “traidor” y su equivalente borbónico de “botifler”, eso que reputan lo peor del mundo.
Pero esos tres poderes estaban cuarteados, exhibían debilidades congénitas. En el mundo convergente, proliferaban los anuncios de dimisiones. En el republicano, imperaba la inseguridad sobre lo que habría que hacer en la vida real, sabiendo que la DUI sería una charada sin reconocimiento siquiera de Bernadette Soubirous. En la indómita calle había hambre.
De modo que Puigdemont no se arrepintió del propósito de convocar elecciones por culpa (o no solo) de la presunta dureza de Madri-T (con T mayúscula), sino porque se sintió sentado en el abismo, simbolizando la múltiple fractura de quienes se decían sus fieles.
Como el Saturno de Goya (la versión romana del dios griego Cronos, el Tiempo), que se comió crudos a sus hijos antes de que estos le devorasen, el carlista gerundense devoró el bocata de sus hijos antes de que le robaran el suyo, el inmaterial: el epitafio político patriótico, el lánguido paseo dominical por la densa Devesa de Girona sin ser increpado por los insurgentes.
¡Ay, simbiótica valentía que entrega su responsabilidad y traspasa su derecho a decidir (o a proponer), cuando este es difícil, a la Cámara! Y que disminuye así, hasta lo infinitesimal, la posibilidad de una salida digna y racional de vuelta a lo legal. Esa salida cuya virtualidad mantenían aún anoche, en público, gentes como el socialista Miquel Iceta y otros dotados de más pasión racionalista que René Descartes y de más moral que El Alcoyano.
¡Ay, gentes de la provincia mental que apenas distinguen la heroicidad de la ridiculez!… y quizá con alguna razón… puesto que ambas se adscriben al olimpo de lo irracional.
¡Ay, jóvenes imberbes incapaces de afrontar cualquier coste, de arrostrar el mínimo revés, de asumir cualquier baldón en el inmaculado sueño de una independencia impoluta! Esa que no existe más que en las pesadillas, que amenaza ruina económica, que augura desestabilización política, que cristaliza el derrumbe institucional, que procura la fractura familiar hasta en su más íntimo círculo.
Nunca como en estos días, un Gobierno fue más eficaz en la destrucción de las instituciones de un país, Cataluña. El Govern y el Parlament han sido sustituidos, en el caos nocturno, por la amalgama desnortada o la mayúscula anomia, por un estrambótico estado mayor del secesionismo. Un sanedrín o pinyol oscuro, irresponsable y en nada transparente, que no responde a ningún control democrático, sino que manda a los consejeros —estos sí, responsabilizados en cuerpo y patrimonio ante la justicia— en total desprecio al arrumbado (por ellos) Estatut y sus normas.
Esa mezcla de soviet aficionado, somatén titubeante y patrulla boy scouts desbrujulada, marcará época y les perseguirá en los sueños de por vida, en contraste con aquella “cierta manera de hacer las cosas” que practicó el Molt Honorable Josep Tarradellas… y el general De Gaulle, o el canciller Helmut Kohl, o el presidente Franklin Roosevelt, todos ellos líderes (de distintas raigambres ideológicas) que remaron a contracorriente de las pulsiones más bajas alimentadas por sus respectivos populismos autóctonos.
En su día más dramático y decisivo, Carles Puigdemont careció ayer de la osadía de extraer las consecuencias del agujero en que él mismo se había metido, también empujado por su predecesor, y por sus socios, y por sus periodistas de cámara. Pudo haberse percatado de que ha imperado sobre tres supuestos que han sido deconstruidos con estrépito.
Uno, la unidad de un pueblo catalán monolíticamente mandatario de una instrucción de secesión: las calles han hablado y, claramente, en plural.
Dos, el de una Europa dispuesta a acoger, solícita, a quienes desafían sus valores —su rechazo al egoísmo nacionalista—, y sus intereses, conservar fronteras y Estados democráticos.
Tres, la de un mundo empresarial que aceptaría sin cosquilleos el ingreso en la inseguridad jurídica, la exclusión del manto protector del BCE y el imperio del aliento antisistema en la escena pública catalana.
Escribió Salvador Espriu que “a veces es necesario y forzoso que un hombre muera por un pueblo, pero jamás un pueblo por un hombre solo”. Políticamente. No muera, president, viva para un pueblo.