Manuel Montero, EL CORREO, 23/8/12
No se produjo el cataclismo que auguraban hace tres años quienes consideraban inconcebible que el poder cambiara de manos en Euskadi. Otra cuestión es si el Gobierno del PSE acometió transformaciones ambiciosas
Cuando arrancó, pudo la sensación de que sería una época distinta, pero transitoria. El final del Gobierno de Patxi López trae de nuevo la misma impresión: la de que hemos vivido una excepción en la vida política vasca, por lo común marcada por la hegemonía del nacionalismo. En ningún momento se ha roto la imagen de que constituía un paréntesis. Era una vez y punto, mientras no cambiasen muchas cosas. No han cambiado. Salíamos del dominio nacionalista y todo indica que volveremos a él. La experiencia de estos años no ha consolidado una alternativa sólida de cara al futuro.
Entendido como tal paréntesis, el Gobierno del PSE ha cumplido. El mejor recuerdo genérico que dejará es que ha sido una suerte de oasis en nuestra política, proclive a la convulsión. Durante más de tres años se ha apaciguado el ambiente, habitualmente cuajado de proyectos rupturistas, planes e ideas de referéndum para la transformación radical del marco político y de la sociedad vasca. El tiempo dirá si sobrevive este legado de sosiego ambiental, pero a los gobiernos nacionalistas, incluso en las etapas de menor radicalización y hasta de pactos con los socialistas, les ha marcado esta tensión permanente. También el PSE ha tenido esos años las suyas con ‘la bota de Madrid’, pero no es lo mismo envidar a la pequeña que el órdago a la mayor.
Esta tranquilidad estaba implícita cuando echó a andar, pero eso no le quita mérito. Ha sostenido el presagio, contra las costumbres de los gobiernos de aprovechar cualquier ocasión para intranquilizar al ciudadano.
Sin embargo, la imagen del Gobierno socialista presenta notas desconcertantes. Había una nota excepcional en su formación. Era un Gobierno cuya mayoría se basaba en un pacto con el PP, que quedaba fuera del poder, pero cuyo respaldo no era ocasional ni sustituible por otros acuerdos puntuales. Pues bien: sorprendentemente, el Gobierno del PSE siempre pareció sentirse incómodo con tal apoyo. No hizo de la necesidad virtud sino culpa. Actuó como si tal pacto fuese una rémora, una especie de pecado original del que no podía redimirse aunque sí marcar distancias. El acuerdo sólo lo lució públicamente el PP, al que de vez en cuando atizaban las autoridades del PSE en términos que se hacían raros para referirse al partido que sostenía a su Gobierno.
Sucedió esto particularmente en la política antiterrorista. El principal acontecimiento de la legislatura, por lo que se la recordará junto a la mencionada sensación de calma, ha sido el cese de la práctica terrorista de ETA, ya que no su disolución. El Gobierno vasco apenas la ha rentabilizado, aunque la invoque como mérito. Lo explican varias razones. Primero, la evidencia de que el terror ha llegado a su término por agotamiento y por la acción policial. Segundo, los reiterados y prematuros anuncios gubernamentales del final consiguieron que, cuando llegó, el efecto político estuviese ya descontado; la sobreactuación le salió fatal. Y, sobre todo, le resultaba imposible presentarlo como una gesta política sin explicar qué acciones políticas realizó. Sólo hubo sugerencias de acuerdos mal conocidos o negados. La insistencia en la necesidad de cambiar el tratamiento jurídico al entorno de ETA, sin explicar por qué, contradecía la política anterior. Eso sí, sirvió para legitimar a la herencia de Batasuna, cuya legalización se convirtió en una prioridad gubernamental. Pero esto, por muy razonables que sean las razones ocultas, llevaba al Gobierno socialista a las tradicionales posturas del PNV y le alejaban de las propias.
Esta definición evanescente de su política ha sido otro lastre del Gobierno, y no sólo en relación al terrorismo. No hay duda de su esfuerzo por gestionar con eficacia y por sanear una estructura administrativa lastrada por su complejidad interna –con cuatro gobiernos y parlamentos– y por los vicios derivados del dominio durante tres décadas de un mismo partido, que además la gestó con una honda carga ideológica. No se produjo el cataclismo que auguraban hace tres años quienes consideraban inconcebible que el poder cambiara de manos. Otra cuestión es si, al mismo tiempo, se acometieron transformaciones ambiciosas y la superación de las estructuras informales que acompañaban a la acción del Gobierno. O si se trataba de gestionar con criterios más racionales los mecanismos nacionalistas, no de cambiarlos, ensayando una especie de nacionalismo no soberanista.
A las imprecisiones ideológicas ha acompañado su enfrentamiento con el Gobierno español desde que lo tuvo el PP, cuando llegaron los recortes y el socialismo quedaba al pairo tras la derrota en las generales. Estas tensiones con el partido que lo mantenía sólo podían fulminar al Gobierno vasco. Es lo que lo ha liquidado, pues la idea de seguir tras romperse el pacto PP-PSE sonaba a política-ficción. La paradoja: el final del Gobierno socialista se ha precipitado no por la hostilidad del nacionalismo –que, eso sí, logró hazañas memorables, como el vodevil en el que el PNV puenteó al PSE pactando con Zapatero– ni por discrepancias serias entre el PSE y el PP sobre la gestión del País Vasco. Ha llegado como consecuencia de antagonismos en la política nacional. Tal transferencia no era inevitable. Quizás no se la merecía la sociedad vasca, que suele confiar en sus capacidades, al margen de que no resulta verosímil que su elector votase a López para que liderase la oposición a Rajoy, con preferencia a gobernar el País Vasco. Todos los paréntesis llegan al final, pero quizás éste no era el mejor cierre.
Manuel Montero, EL CORREO, 23/8/12