Roberto R. Aramayo-El Correo

  •  No se puede blanquear cualquier fechoría poniendo el foco en otra; lo que interesa es perseguir los fraudes al margen de su color político

Profesor de Investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC e historiador de las ideas morales y políticas

Las Cortes Generales cuentan con dos Cámaras: el Congreso y el Senado. Asistimos en ellas a una suerte de concurso donde la corrupción recibe un tratamiento diferente. Sendas comisiones investigan exclusivamente los desaguisados del adversario político, en vez de unir fuerzas contra unas corruptelas que son un baldón para la democracia. Se anticipa una lista de comparecientes y se posponen citaciones de altos vuelos en función de lo que vaya sucediendo en la comisión paralela, como si a los partidos no les interesara luchar contra la corrupción y se contentaran con instrumentalizar los escándalos ajenos para eclipsar aquellos otros que no faltan entre sus filas. De aunar esfuerzos, es probable que se adoptaran con premura medidas eficaces.

Con esa doble vara de medir, se relativiza lo que afecte a los afines, resaltándose con fervor cuanto salpique a la trinchera del oponente, como si con ello cupiera redimir a sus ídolos con pies de barro. Resulta escalofriante asistir a este cruce de navajas dialécticas, donde cunden las descalificaciones y los elogios a priori sin reparar en que se trate de prejuicios favorables o adversos en ambos casos. Al enemigo se le demoniza y parodia con sarcasmos crueles que su burda exageración hace inverosímiles, desatendiendo los datos que pudieran revertir o matizar ese dictamen.

Que un ministro designe como asesor principal a una persona cuyo perfil no lo justifica es algo inquietante y debería preocupar por igual a las dos alas de ambos hemiciclos. Que la presidenta madrileña convierta los confesos chanchullos fiscales de su pareja en un ataque del Estado para desprestigiarla tampoco debería dejar indiferente a su partido. Pero cada bando defiende a sus correligionarios, resaltando los lunares del oponente y solo se simula luchar contra la corrupción. Lo único que cuenta es ganar la próxima contienda electoral. Se confía en lo volátil que se muestra la memoria colectiva. Nadie recuerda ya que un tal Pablo Casado quiso vender el edificio de la sede porque se asociaba con una financiación ilícita, sobres a mansalva y discos duros destrozados a martillazos.

Cunde la especie de que la mujer del César debe ser honrada y parecerlo. Que la esposa de Pedro Sánchez fuese contratada nada más llegar a La Moncloa fue una desafortunada coincidencia, pero también lo es cuándo sale a relucir y cómo se dosifica en función de lo que ocurra en la comisión paralela. Esta praxis política es tan deplorable como aquello que simula enjuiciar. La democracia precisa reivindicar su pedigrí, tan amenazado por las teocracias, dictaduras y populismos de turno. Ganar holgadamente unas elecciones no redime a un autócrata como Putin, capaz de aniquilar impunemente a quienes considere un peligro para sus intereses. Una victoria electoral aplastante tampoco exime de rendir cuentas, como si las urnas pudieran justificarlo absolutamente todo.

El poder político y económico alcanza unas execrables cotas de impunidad que contrastan con las exigencias a los más desfavorecidos. La ley no parece igual para todos y esto resquebraja el respeto que se le debe. Si nuestros representantes electos o quienes ostentan altas magistraturas no dan ejemplo, difícilmente podrá exigirse una corrección que parece propia de panolis. El contraejemplo de personajes públicos con una enorme relevancia genera un daño nada desdeñable a la comunidad sociopolítica donde tiene lugar. La gente no repara entonces tanto en los códigos y normas de conducta, como en las ganancias de que se ufanan quienes quebrantan las reglas para ganar algo con ello. Sería necio pretender imponer lo que desmienten con sus hechos, trampas y trampantojos.

Si los representantes no dan ejemplo, no podrá exigirse una corrección que parece de panolis

¿Cómo alguien puede animarse a pagar impuestos con Trump en La Casa Blanca, cuando este presume de haber eludido desde siempre tal responsabilidad colectiva? Si no paga o incluso defrauda quien debe gestionar lo recaudado tributariamente, ¿qué le corresponde hacer al ciudadano de a pie? Pretender hacerse pasar como víctima de una confabulación o algo por el estilo es un truco que ni siquiera se cree quien recurre al mismo. No se puede blanquear cualquier fechoría poniendo el foco en otra y lo que interesa es perseguir los fraudes al margen de su color político, criticándolos todos al mismo tiempo con idéntica intensidad, aunque quizá lo suyo fuese mostrarse más intransigente con los afines. ¡De qué sirve argumentar que tu corrupción excede a la mía, salvo para eludir una u otra responsabilidad!

Reparemos en lo que significa propiamente la palabra ‘corrupción’, a saber, «el deterioro de valores, usos y costumbres», lo cual resulta mucho más lesivo y letal para la sociedad que las corruptelas económicas, por mucho que ambas cosas vayan de continuo y se hagan comparecer mutuamente. Simular que se pretende revertir o aminorar ese deterioro, en realidad lo intensifica. Dejémonos de simulacros que solo convencen a quienes ya están previamente convencidos y derrochan indulgencia con sus propias huestes. Hay que afrontar la corrupción conjuntamente y sin medias tintas, adoptando medidas que se muestren eficaces para prevenirla o sancionarla en serio y sin espectáculos tan pueriles como absurdos de por medio.

En esta batalla están en juego nuestros valores, usos y costumbres. Todo aquello que cincela nuestra vida cotidiana y, por ende, orienta la brújula del rumbo social. Mostrarse comprensivos con las conductas manifiestamente mejorables, al margen de quienes las protagonicen, menoscaba la confianza y fomenta la irresponsabilidad. Los propios errores hay que reconocerlos y no difuminarlos con las equivocaciones ajenas. El ‘caso Koldo’ hay que investigarlo a fondo y al novio de Ayuso también, pero no por ese motivo, sino por sus posibles fechorías.

A Rodrigo Rato no se le investiga por haber pertenecido al Gobierno de Aznar, sino por un enriquecimiento ilícito que le ha llevado a la cárcel. Quien fue el artífice del ‘milagro económico’, presidió el Fondo Monetario Internacional y fue máximo responsable de Bankia ha intentado darnos lecciones en sede parlamentaria sobre los imperativos del mercado y ahora nos habla de una herencia paterna para justificar unos fondos que andan por ahí, como si no supiera nada de sociedades fantasma y testaferros. Le recomiendo que vea la serie francesa ‘Sangre y dinero’ por si le da ideas.