Se lo llevó un infarto este fin de semana cuando acababa de llegar de La Habana, su segunda residencia. Nadie merece la muerte que el destino le depara. Se llamaba Miguel Barroso y hasta el último momento ejerció de gran conseguidor y conspicuo asesor de los presidentes del PSOE en los sucesivos gobiernos, desde Felipe González a Pedro Sánchez, pasando por Zapatero. En España hay la inveterada costumbre de canonizar a los muertos en forma de necrológicas lacrimales en las que el fallecido padece una segunda muerte. Las coronas mortuorias de palabras ahogan cualquier atisbo de acercamiento a una personalidad notoria en el singular mundo de la política detrás de las cortinas.
La paradoja más escandalosa de los manufactureros de la información consiste en su pertenencia al baúl de los secretos. Los informadores dejan de ser tales para convertirse en cómplices del oficio. Aseguran que entre bomberos no se pisan la manguera; una ofensa al gremio de los apagafuegos, porque ellos hacen un trabajo digno y arriesgado mientras que el periodista se limita a ver, contar e interpretar. El silencio es rentable si no se expresa.
Miguel Barroso fue un periodista que supo convertirse en figura de la sombra. Para eso se necesita tiempo y talento; aprovechó ambos sin derrochar nada. En los personajes notables hay que empezar por el final porque de no ser así la gente no retiene el interés y pasa de largo. Fue el comienzo de la decadencia socialista de los años 90 la que descubrió la capacidad de Barroso. Cuando todos los asesores presidenciales de Felipe González le aconsejaban sacar pecho ante su relativa victoria de las elecciones de 1993, las que le obligarían a pactar el beso de la muerte con Jordi Pujol, en una amnistía precoz de corrupciones mutuas. Nada de risas ni gestos de peronismo, como le recomendaban los cercanos. Seguir gobernando, eso era lo único importante.
Un Felipe González humilde después de una época de soberbia. Por supuesto no entendió el mensaje y siguió adelante como si no hubiera pasado nada, pero el lema de Miguel Barroso lo consagró
Fue Miguel Barroso el que propuso un lema que a un avispado sevillano como González le sedujo porque no cerraba una época sino que apostaba por el futuro ay que se ofrecía avieso. “He entendido el mensaje”. ¿Y cuál era el mensaje? Que el electorado estaba saturado por la corrupción, avergonzado ante los descubrimientos del GAL, con una economía que no marchaba al ritmo de charlestón que marcaba Solchaga, con un partido que no acababa de entender la pelea cainita de los presuntos sucesores… ”He entendido el mensaje”, de tal modo que los electores fieles y los infieles descreídos debían darle otra oportunidad. Un Felipe González humilde después de una época de soberbia. Por supuesto no entendió el mensaje y siguió adelante como si no hubiera pasado nada, pero el lema de Miguel Barroso le consagró; sabía expresar lo que la gente sentía por más que todos jugaran a que no se habían enterado. Los lemas se hacen para el sentimiento y el poder no trata de eso.
Luego llegó Zapatero, un fulero sentimental, y Miguel Barroso tuvo su mayor momento de gloria. Si el grupo Prisa –El País, la Ser, Canal Plus– aspiraba a seguir como con González, Barroso les demostró que Zapatero sólo lloraba cuando perdía. Les desmontó el tenderete. Una cadena -la Sexta-, varios digitales, el fin de la relación privilegiada con el poder. “A nosotros nos hundió el fuego amigo”, me decía Javier Pradera en una de sus sobremesas melancólicas. Honor a Miguel Barroso que no sólo dirigió la artillería contra Prisa también por esos magníficos triples saltos mortales a los que se prestaba y siempre caía bien. Acabaría siendo consejero preminente de esa misma Prisa, copríncipe del empresario de apellido impronunciable y avalista de que la resquebrajada mansión que quedó de los Polanco-Cebrián sobreviviría en su decadencia con personajes salidos de su chistera: Sol Alameda, Pepa Bueno, Jordi Gracia…
La operación, de tan fácil, semejaba un remake de los primeros años, cuando eran vírgenes y ambiciosos. Miguel Barroso pertenecía a la generación de Bandera Roja, aquella quinta del buitre que acabó comiéndose todo lo que estaba a su alcance y que condensara algo de poder y algún beneficio. La organización, con un vehemente maoísmo y un catolicismo de sacristía, se había creado en 1972 pero dos años más tarde ocuparían el PSUC, hasta que descubrieron en 1982 que no había futuro alejados del PSOE arrebatado. Si algún curioso se interesara bastaría echar un vistazo a El Viejo Topo, la revista emblemática que nació en 1976, tras la muerte de Franco, y feneció en la equinoccial fecha de 1982. Fue su primera época, luego hubo una segunda que no viene al caso. Leerla hoy, con sus firmas y sus artículos como viñetas, competiría con cualquier semanario de humor.
Su departamento tenía en nómina a seis renombrados periodistas de la transición que cobraban mordidas mensuales. Los echó, pero aprendió que los nombres nunca debían trascender
Esa quinta política de “Banderas” se fue destiñendo pero tenían instinto natural hacia la sombra del poder, una querencia –Jordi Borja, Xavier Vidal. Folch, Josep Ramoneda, Enric Juliana… se llenaría una agenda, todos con un pie en el periodismo y otro en la política y casi siempre con la garantía del Estado que conceden las universidades-. Miguel Barroso era uno más si bien más eficaz y brillante, un jefe natural. Luego la FNAC le descubrió la industria internacional de la información y la cultura, de ahí a la gran intermediaria del mundo WPP, que le adentró en la globalización y las relaciones internacionales que tanto le habrían de servir luego con Zapatero y Sánchez.
Habría de ser Javier Solana, puerta de entrada de izquierdistas huérfanos de bienes de Estado, quien lo adscribió al ministerio de Educación con José María Maravall, en el primer gobierno de González. Su departamento tenía en nómina a seis renombrados periodistas de la transición que cobraban mordidas mensuales. Los echó, pero aprendió que los nombres nunca debían trascender; así se hacían cómplices taciturnos. Un método que con su gracejo, su brillantez y su atracción por el mando él convertiría en magistral.
Escribió dos novelas a la moda, género negro, que no he leído; una la llevó a la pantalla, con gran elenco, su hermano Mariano. Descubrió Cuba por su trabajo en WPP -jefe para Centroamérica y el Caribe- y allí pasaba largas temporadas con su última esposa, anestesista cubana. Le imagino llevando la vida de la “nomenklatura” caribeña, como correspondía a un representante tan notorio del mundo de la comunicación y de la política española.
Le gustaba deslumbrar. En su necrológica, la locutora y actual directora de El País, Pepa Bueno, nos dejó una máxima de su jefe. “Mantener la distancia justa con el poder es la tarea fundamental del periodista”. La titula con inefable sinceridad “Trataremos de reírnos, Miguel”.