Alfredo Tamayo, DIARIO VASCO, 14/7/11
Miguel Ángel Blanco Garrido, un nombre que no podremos nunca relegar al olvido todos aquellos que conservamos unos mínimos de humanidad y decencia. Sepultar en el olvido por malicia o por superficialidad la tragedia que supuso el secuestro y ejecución de este hombre joven, lleno de entusiasmo y de vida es un grave delito de lesa humanidad.
Sucedió ahora, casi a mediados de julio, hace catorce años. Siguió al alevoso asesinato una ola inmensa de dolor y de indignación ciudadana como nunca se había visto. Una ola aquí sobre todo en el País Vasco, pero también en mil localidades del resto de España. En Pamplona se llegó a suspender temporalmente las fiestas de san Fermín. Gentes de todos los partidos democráticos desfilaron por nuestras calles unánimes en el rechazo y a la cabeza de ellas el entonces lehendakari José Antonio Ardanza. No era cuestión política sino de tener o no conciencia y sentido ético.
Miguel Ángel Blanco era por aquel entonces concejal en el ayuntamiento de Ermua por el Partido Popular. Subió al vagón de Euskotren en su villa para bajar a los pocos minutos en la cercana Eibar. No era consciencia ni de lejos de la pasión y muerte que le aguardaban. Al bajar fue abordado por una etarra de apellido Gallastegi y compelido hacia otros dos tristemente famosos mensajeros de la muerte García Gaztelu y Geresta Mujika que lo secuestraron introduciéndolo en un automóvil que arrancó enseguida. Eran alrededor de las tres de la tarde del 10 de julio de 1997. Al poco tiempo la emisora de radio Egin hizo público un comunicado de la banda terrorista: si antes de las 16 horas del 12 de julio no eran trasladados a las cárceles del País Vasco los prisioneros de la banda, Miguel Ángel Blanco sería ejecutado. El gobierno español no cedió y acto seguido, tras horas interminables de tortura, Miguel Ángel fue asesinado por sus secuestradores en la zona montuosa que rodea la villa de Lasarte. La primera ola de indignación ciudadana fue seguida de otra no menos intensa al conocerse el asesinato. Sedes de Batasuna se vieron acosadas por manifestaciones de protesta, algunas incluso corrieron peligro de incendio. Hubo er-tzainas que se quitaron su máscara y mostraron su rostro en solidaridad con la víctima. Por primera vez desde hacia tiempo los cómplices y simpatizantes de los asesinos temblaron de miedo.
Catorce años han pasado desde aquellas convulsas jornadas de odio y de muerte pero también de conciencia y rebelión ciudadana. Vivimos tiempos muy distintos. Todo nos lleva a la amnesia y al borrón y cuenta nueva. La banda conoce sin duda un estado preagónico. Pero los que nunca han condenado ni van a condenar la historia criminal etarra gozan de mayor poder que nunca. Ya no necesitan de brazo terrorista.
Más aún: les estorba. Pero más les estorba este pasado criminal de cientos de víctimas que intentan cubrir y encubrir con el manto del olvido. Sin embargo no podemos renunciar a esta memoria. No podemos comportarnos como si la pasión y la muerte de Miguel Ángel no hubiera tenido lugar aquí en medio de nosotros y no allí en países del llamado Tercer Mundo. Auschwitz tenía que ser para los genocidas del nacional socialismo el paradigma de la extinción de una raza maldita reducida a cenizas y a la vez de su memoria. Pero no lo lograron. Hubo judíos que sobrevivieron y así se mantuvo la memoria.
No olvidemos la pasión y la muerte de Miguel Ángel Blanco. A la salida de otro campo de exterminio esta vez en Dachau en Baviera despide al visitante un letrero y una frase de Jorge Santayana. La frase reza: ‘El que olvida la historia está condenado a repetirla’.
Alfredo Tamayo, DIARIO VASCO, 14/7/11