IGNACIO CAMACHO-ABC
- La política española enfoca el conflicto judeo-palestino como un correlato de sus propios prejuicios banderizos
La opinión de Yolanda Díaz sobre la guerra en Gaza tiene una ventaja que ahorra el cansino esfuerzo de refutar sus trillados estereotipos: es absolutamente irrelevante para todas las partes del conflicto. Lo mismo ocurre con la de sus acólitos, portavoces semidesconocidos al menos hasta que alguno, principio de Peter mediante, acabe de ministro. Tampoco es probable que el Gobierno de Israel se preocupe en exceso de la posición de Sánchez, acostumbradas como están las autoridades hebreas a tomar decisiones sin consultar con nadie. Ni siquiera la Unión Europea; a lo sumo informan de sus actuaciones militares a Estados Unidos y tal vez a Rusia y China para que ejerzan alguna clase de presión diplomática con los actores regionales más proclives a un ‘statu quo’ poco beligerante: Turquía, Qatar, Egipto, Arabia Saudí o Emiratos Árabes. La toma de partido de Díaz o de Melenchon y otros colegas sólo sirve para los fútiles debates de sus respectivos escenarios nacionales.
En España somos particularmente aficionados a interiorizar controversias sobre asuntos en los que no pintamos nada a efectos objetivos. Con especial pasión si se trata del contencioso judeo-palestino, palestra ideal para una confrontación ideológica tan carente de soporte racional como sobrada de prejuicios. En ese intercambio de argumentos simples, que en las redes sociales se vuelven furiosos improperios banderizos, brilla a menudo un sustrato de mal disimulado antisemitismo; incluso existe una parte de la derecha contagiada del secular recelo contra los judíos, tradicionales chivos expiatorios de una larga –y sangrienta– historia de litigios. El entusiasmo por la confrontación se extiende en ocasiones al campo terminológico: no faltan espíritus quisquillosos capaces de discutir sobre si hay que llamar a la zona Oriente Medio o Próximo. Sobran pronunciamientos categóricos respecto a una cuestión de la que la mayoría ignora casi todo.
Suele contar Ángel Expósito la frase que oyó a un veterano corresponsal en esos territorios: quien diga que entiende lo que allí pasa es porque se lo han explicado mal. Es, en efecto, un problema demasiado complejo para despacharlo con brochazos verbales de barra de bar, que son los que ciertos políticos utilizan para camuflar su insustancialidad. Incluso ha habido un dirigente comunista que, traicionado por su resabio antioccidental, se ha atrevido a cuestionar la condición terrorista de Hamás. Que la realidad no estropee un sesgo maniqueo: los israelíes malos y los palestinos buenos. Otros lo ven justo al revés, con simétrico desdén a los hechos. Esquematismos de consumo interno propios de una política doctrinaria dirigida en exclusiva a los prosélitos. Las guerras se ven muy bien desde lejos, pero la diferencia entre agresores y agredidos no hace falta aprenderla en el colegio. Y en caso de duda basta con atenerse a los hechos.