Isabel San Sebastián-ABC
- Si el centro-derecha que ayer votó dividido es incapaz de unirse, no habrá esperanza para España
Mientras el Gobierno celebra su victoria pírrica en la votación de la prorroga al estado de alarma, España está a punto de entrar en bancarrota. Esa es la triste realidad. Algunas comunidades especialmente dependientes del turismo, como Canarias, ya se encuentran de hecho en esa situación. Las demás no tardarán en comprobar lo que es tener la caja vacía y un sinfín de manos tendidas desesperadamente necesitadas de ayuda. Las vacas flacas que se avecinan van a lograr que parezcan gordas las que trajo la crisis de 2007. El desplome del PIB superará el 10 por ciento, el índice de parados ya ha empezado a batir marcas históricas y en cuestión de meses no habrá fondos para pagar las pensiones,
ni las prestaciones por desempleo, ni los otros muchos gastos que genera este Estado elefantiásico cuyos gobernantes no aprovecharon los años de bonanza para generar reservas. ¿Quién dijo ahorrar? Esa palabra desapareció hace tiempo del vocabulario nacional. Mariano Rajoy la empleaba en su primera campaña electoral, cuando insistía en aquello de «no podemos vivir por encima de nuestras posibilidades», pero la olvidó pronto. Ahora los ministros comunistas alardean de tener a millones de españoles en la nómina de las subvenciones públicas mientras Pedro Sánchez, que derrochó cientos de millones en medidas electoralistas destinadas a garantizarse la poltrona, trata de maquillar unas cuentas que ya nadie se cree ni aquí ni en Bruselas.
España se acerca inexorablemente al precipicio de la quiebra. Y cuando ésta sobrevenga, cuando en julio haya que abonar la paga extra de los jubilados y en la hucha solo queden telarañas, será preciso acudir a Europa en busca de auxilio; de una inyección masiva de liquidez sin la cual las consecuencias de esta crisis trascenderán el ámbito de lo sanitario o lo económico para entrar de lleno lo humanitario. Entonces los países del norte a quienes tanto denuestan algunos acusándolos de «insolidarios», los que hicieron sus deberes a tiempo, las hormigas del club que trabajan y hacen despensa mientras las cigarras bailamos, acudirán al rescate. Pero pondrán condiciones, por supuesto. ¿Usted no lo haría? Yo creo que sí. Y no me parece ni inteligente ni justo reclamar como un derecho sagrado lo que constituye una necesidad fruto de nuestros errores.
Los socios más ricos y previsores proveerán, porque es el único modo de salvar la moneda única, aunque lo harán velando por sus legítimos intereses. ¿O acaso los españoles actuaríamos de otro modo? En Alemania y Países Bajos, por ejemplo, donde el porcentaje de lo que cobra un pensionista con respecto a su último sueldo es bastante más bajo que aquí, las pensiones no se revalorizan automáticamente con el IPC, como sucede en España. ¿Aceptarán esos pensionistas seguir financiando nuestro sistema con su dinero? Lo dudo. En buena parte de la Unión Europea rige alguna fórmula de copago sanitario en virtud de la cual el usuario financia parte del tratamiento que recibe. Aquí todo es gratuito, excepto un porcentaje de las medicinas. Y además está a punto de instaurarse una paga universal destinada a fomentar la vagancia. ¿Podremos convencer a nuestros vecinos para que sufraguen con sus ahorros unas prestaciones de las que ellos mismos se privan? No creo.
El mismo Sánchez que hoy ríe no tardará en lamentarse. Se avecinan tiempos de recesión y recortes inevitables que probablemente hagan añicos la coalición de Gobierno y nos aboquen a unas elecciones. Si el centro-derecha que ayer votó de nuevo dividido se une y presenta una papeleta ganadora, habrá esperanza. En caso contrario, no habrá Unión Europea capaz de remediar la catástrofe.