FÉLIX OVEJERO-EL MUNDO

Partiendo de la base de que el nacionalismo es tóxico y no responde a una realidad ignorada, el autor responde a la pregunta qué hacer para combatirlo.

DESPUÉS DE una larga pausa, el tertuliano proclamó: «La solución consiste en… el diálogo». La pausa me hizo presagiar el remate de un ¡Eureka! Solo faltó que otro apostillara: «¡Valiente!». Todavía no me he repuesto. Si una política ha sido probada es el diálogo. Incluso Aznar dialogó. Y tarifó: recaudación del IRPF (33%), del IVA (35%), de los impuestos especiales (40%); transferencias de competencias de la Guardia Civil a los Mossos; desaparición de la mili; supresión de gobernadores civiles; ampliaciones del puerto y del aeropuerto de Barcelona, AVE; canales adicionales de TDT; defenestración de Vidal-Quadras; paralización de la llegada al Constitucional de una ley de política lingüística que Aznar sabía anticonstitucional. Los resultados se conocen: las exigencias se renuevan y estamos peor que nunca.

Para entender la persistencia en el error es inevitable acordarse de teorías sobre empecinamientos en la sinrazón, como la falacia del coste hundido, esa que arruina inversiones en bolsa y encanalla matrimonios: el empeño en persistir en una senda sin otra razón que haberle entregado biografía. O el sesgo de confirmación, ganas de encontrar buenas señales de lo que queremos creer, aunque estemos ante el Armagedón. El discurso de siempre del PSC, el de ahora mismo del gobierno. Desinflamar hasta reventar.

Naturalmente, la insensatez tiene su doctrina. La humana la necesidad de decorar nuestras tonterías. Con Ortega, por ejemplo. Dialogar es conllevarse. Eso sí, con asimetría, porque unos aguantan y otros, a la mínima, se sulfuran. La doctrina es pura inanidad, pero no su trasfondo, que vale la pena desmenuzar. La cháchara de la conllevancia se sostiene en dos supuestos que han nutrido el trato político con el nacionalismo desde el 78. Según el primero, el nacionalismo es una constante inmodificable de nuestro paisaje político. Imbatible. Según el segundo, el nacionalismo no debe batirse. Aunque pudiéramos derrotarlo, no deberíamos intentarlo: algo que solo resulta inteligible si se asume que el nacionalismo es una causa justa o, más cautamente, que responde a una causa justa. Aunque, como nos enseñó Kant y asume la lógica (deóntica), «deber implica poder», la obligación moral de intentar algo presupone la posibilidad de hacerlo; psicológicamente es al revés: si no entendemos que el nacionalismo es el mal, ni siquiera consideramos la obligación moral de su derrota.

Ni una cosa ni otra: el nacionalismo puede derrotarse y tenemos la obligación moral de hacerlo.

Caben pocas dudas de la naturaleza antidemocrática del nacionalismo. No se trata de sus procedimientos, que también, sino de su quintaesencia: levantar fronteras y ciudadanías sobre perímetros de identidad. Los nacionalistas están en contra de decidir y redistribuir con sus conciudadanos. Su objetivo, al cual subordinan todos los demás, es romper la comunidad de convivencia. Ni aspiran a dar razones ni a atenderlas: no contemplan el interés general, sin el cual no cabe el debate democrático. Pueden tener objetivos circunstancialmente coincidentes, pero esa coincidencia será siempre provisional, mientras sirva a su objetivo fundamental declarado de expulsarnos como conciudadanos. Es esa su doctrina. Lo dicen ellos.

Pero no solo se trata de la obscenidad del ideario, sino de otra más fundamental: el nacionalismo no es la expresión distorsionada de ninguna causa justa, de ninguna realidad ignorada o despreciada. Porque la obscenidad se sostiene en una mentira. Invoca un mundo inexistente. El cuento de las identidades inmutables. En los años sesenta del siglo pasado España experimentó el mayor movimiento de población de la posguerra europea. Los emigrantes (un término, por cierto, que no se aplica a quienes emigraron a Madrid) ahondaron nuestro mestizaje: los apellidos más frecuentes en Cataluña son los comunes en toda España. Si hay una realidad catalana ignorada es ese 70% de los catalanes que en primera y segunda generación proceden de otras partes de España, los más pobres. El español, además de la lengua común, es la lengua materna del 55% de los catalanes, frente al 31,6% que tiene el catalán. Y ahora examinen la clase política y la lengua de poder político. O los apellidos y la posición social. Verán quién manda y quién está excluido. Esa es la genuina realidad escamoteada. No estamos ante una minoría que es mayoría en una parte del territorio político. De ahí su naturaleza especialmente totalitaria: como la realidad no se ajusta a la horma de la identidad, solo cabe imponer la identidad. La construcción nacional, su empeño cotidiano, es su traducción práctica: ahogar la respiración natural de la ciudadanía. La identidad real ha sido enmudecida políticamente. La verdadera anomalía es que con ese trasfondo social y cultural el nacionalismo se presente como la voz del pueblo catalán. Una anomalía solo superada por otra: que los demás acepten su mentira. Y lo hacen cada vez que hablan de responder a sus demandas. El nacionalismo es el problema.

Si el nacionalismo es tóxico y si, además, no responde a una realidad ignorada, la pregunta debida moral y políticamente es qué hacer para combatirlo, para que desaparezca. Y con eso vamos al otro supuesto falso que contamina nuestra política: el nacionalismo es imbatible. El argumento «qué hacemos con esos millones de votos» tiene una respuesta sencilla: lo mismo que hemos hecho con otras ideas y querencias modificadas en las últimas décadas, incluso algunas de ellas ancladas en la biología y hasta en la química, como el sexismo, la condena de la homosexualidad, la preferencia por lo dulce o el fumeteo. Las mejores razones se han acabado por imponer. Eso sí, lo primero es no ignorar lo dicho: el problema es el nacionalismo, no los problemas que los nacionalistas nos cuentan. No lo olviden: el problema es el sexismo, no su «argumento»: «Visten como putas». Esa es su excusa.

A partir de ahí comienza lo importante, la estrategia política. No es tan complicado. Todo está inventado. Cualquier intervención social que aspira a modificar opiniones interviene sobre tres dimensiones: razones, emociones e intereses. En el terreno de las razones algo se ha avanzado. Se han desmontado mentiras empíricas (balanzas fiscales, avales del derecho a decidir, supuestas sentencias del tribunal de la Haya), mostrado falacias (el uso de la discriminación positiva, del diálogo, la palabrería hueca: diversidad, identidad propia, comunidades históricas, encaje, lengua propia, comodidad) y desentrañado indecencias morales (el sustrato antigualitario y anticiudadano del nacionalismo). Peor ha ido la cosa con las emociones, un territorio señoreado por el nacionalismo con los historiadores en labores publicitarias y que el constitucionalismo ha abordado de la peor manera, a la defensiva. Depende muy fundamentalmente del frame, del relato que enmarca la información empírica. La investigación de los últimos años proporciona un solvente conocimiento sobre sesgos cognitivos y disposiciones emocionales que los agentes políticos deberían atender. Por ejemplo, sabemos que perder lo ya conquistado (y seguro) nos pesa más que la posibilidad (incierta) de tocar el cielo. El pájaro en mano.

PERO SI hay un ámbito en donde la torpeza ha resultado insuperable ha sido en el manejo de los intereses, de los incentivos. Los nacionalistas nos instalaron en un juego perverso: amenazaban con la independencia para conseguir algo a cambio, que era un paso para la independencia, la construcción nacional. Un juego con un equilibrio previsible: la independencia. Para romper esa patológica dinámica debemos cambiar las retribuciones, sus reglas: los nacionalistas se detendrían solo si también pudieran perder lo ya conquistado. La ley de partidos políticos fue un ejemplo. El 155, otro. Pero no hay que olvidar el paisaje de fondo: el chantaje operaba sobre un diseño institucional, unos marcos electorales, que los convertían en fundamentales para gestionar un interés general que despreciaban. También ahí disponían de una estrategia ganadora: se convertían en decisivos para el gobierno de todos, pero les bastaba con ganar a unos votantes cautivos. Por supuesto, si cada ciudadano votase asumiendo el interés general, el mecanismo no operaría. Pero la carne es débil y nadie gana unas elecciones locales apelando al interés de la humanidad. Prueben a proponer la eliminación del cupo en las autonómicas del País Vasco. Por eso hay que cambiar los diseños electorales, entre otras cosas.

Mandamientos que se resumen en uno: cambiar las leyes. Al final, el BOE.

Félix Ovejero es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona. Su último libro es La deriva reaccionaria de la izquierda (Página Indómita).