Sean ustedes felices

Ahora surge, con la guerra, lo infamante del sistema en el que vivimos y dormimos a pierna suelta, la amenaza permanente y desagradable del poderoso, las condiciones impuestas por el rico a los pobres, los intereses miserables que dominan la humanidad en la que nosotros somos los privilegiados.

«Con las imágenes y sonidos de este noveno día de guerra nos despedimos hasta mañana. Pasen una buena noche, sean ustedes felices». Así cerraba la emisión del último informativo de La Primera la amable presentadora, un día de la pasada semana. A continuación venían esas imágenes y esos sonidos de sirenas y explosiones que, a poca sensibilidad que uno tenga, no le facilitan conciliar el sueño y pasar una buena noche. Y, sin embargo, las desgracias de los demás nos gratifican, todos dormimos en casa a pierna suelta, qué suerte tenemos. Somos felices viendo las desgracias de los demás. Si queda algún remordimiento, mañana se puede limpiar yendo a alguno de los muchos actos contra la guerra.

Desde hace muchos años el discurso moral o religioso se opuso al político. Mártir de ese discurso fue Tomás Becket frente al necesario discurso del rey de Inglaterra que apuntaba hacia un absolutismo de Estado sobre el eclesiástico. La Contrarreforma contaminó de discurso religioso el político e impidió el desarrollo de la humanidad hasta bastante después de la Revolución Francesa. Pero, de nuevo, frente al racionalismo de la Ilustración se opusieron los discursos morales, muchas veces, también, de influencia religiosa, que han parecido obviar que en la base de todo racionalismo existe una gran -quizás la máxima- moralidad humana.

Ni el comunismo fue, ni mucho menos, inmune a la moralidad de sacristía frente a su anunciado materialismo histórico. Creemos que vivimos bien gracias a Dios o no se sabe a qué, ajenos a las leyes materiales, a las convenciones políticas, a los equilibrios estratégicos y a la supremacía de Estados Unidos desde la segunda Guerra Mundial. Ajenos, también, a la decrepitud de la izquierda desde la caída del muro de Berlín y a la asunción, por muy críticos que seamos, del nivel de bienestar y seguridad que la globalización nos ha otorgado en el país en el que vivimos.

En estos desgraciados tiempos de guerra que corren, la solidaridad y las buenas intenciones suelen estar muy cerca de la hipocresía. Queremos nuestro nivel de bienestar, reivindicamos nuestros derechos, no queremos vernos envueltos en ningún conflicto y pagamos nuestra buena conciencia con un abono periódico a una ONG. Pero desearíamos ir hasta en la muerte al cielo, o al infierno, en nuestro coche, contaminando el otro mundo después de haber contaminado la tierra.

Nuestro bienestar no es el producto de una estantería de supermercado, aunque creamos que ese bienestar en gran medida se lo debamos a ese supermercado lleno de mercancías. Es el resultado previo de una serie de alianzas, acuerdos, convenciones que hay que cuidar -unos más que otros- no vaya ser que un día ese supermercado esté vacío. Por eso resulta encomiable el rechazo espontáneo, generoso y masivo a la guerra en la sociedad española. Hoy en día no lo es por estar a favor (los que estaban) del bloque soviético; hoy lo es por un rechazo moral mientras tengamos gasolina para nuestro coche, agua potable en nuestra casa y seguridad. Nadie en España cree que Sadam Husein es un riesgo para todos esos bienes que nos hacen felices. Que la crisis la pague el capital, y la inestabilidad geopolítica la resuelva los chicanos y los negros del Séptimo Regimento de Caballería.

Cuando alguien manifiesta que le repugna la guerra como el que más, cuando a alguien le repugna tanto la guerra que está dispuesto a dar bofetadas, hay que tener cierta precaución con él. No es la primera vez que los pacifistas se convierten en belicistas, o al revés. Pero con mayor frecuencia lo que suelen conseguir, como en la Sociedad de Naciones, es animar el belicismo de algunos. La búsqueda de la paz se hace con mesura y teniendo muy presente los equilibrios ante los que nos movemos.

Resulta muy molesto reflexionar sobre estas cuestiones. Nos descubre paradójicos, contradictorios, en ocasiones obscenos. Formamos parte del Primer Mundo a cuenta del tercero y del cuarto, pero no queremos guerras que puedan sostener nuestra privilegiada situación. Van los americanos, que son unos brutos puritanos, y nos embarcan en una guerra para mantener una supremacía de la que pasamos en nuestra cotidianidad.

Ahora surge, con la guerra, lo infamante del sistema en el que vivimos y dormimos a pierna suelta, la amenaza permanente y desagradable del poderoso, las condiciones impuestas por el rico a los pobres, los intereses miserables que dominan la humanidad en la que nosotros somos los privilegiados. Nos escandalizamos ante la guerra. «Sean felices, pasen una buena noche».

Eduardo Uriarte Romero, EL PAÍS, 6/4/2003