JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-El Correo

  • La virulencia con que se ha expresado esta campaña dejará secuelas en el futuro de la política que costarámucho tiempo y esfuerzo reparar y olvidar

Los traumas dejan secuelas. Hoy son de actualidad las que están produciéndose y estudiándose a consecuencia del coronavirus. Las hay psíquicas y somáticas. Unas son pasajeras y otras, permanentes. Todas inquietan tanto a quienes las padecen como a los que tratan de curarlas o paliarlas. No se sabe aún con exactitud las razones de su aleatoria aparición ni cuál será su extensión y duración. Pero lo que está fuera de toda duda es su existencia. No va, sin embargo, este artículo de las secuelas que ha causado la Covid-19. Lo dicho es sólo una llamada de atención sobre el hecho de que, en éste y otros casos, los traumas dejan algunas que se mantienen activas más allá del momento de su afectación. De las que este artículo se ocupa son las que dejará en la política la lamentable campaña que está llevándose a cabo para las elecciones a la Comunidad de Madrid, que más parecen, dicho sea de paso, elecciones a la sola villa de Madrid.

El carácter traumático de la campaña no cabe ponerlo en duda. Las cosas que se han dicho no son de las que se desvanecen como el humo. Se graban, más bien, en la memoria como hitos que sirven de referentes para entender el pasado y prevenir el futuro. «Te acuerdas de…» será la frase con que, cuando pase el tiempo, se iniciará su evocación. En nuestro caso, el trauma está, sobre todo, en esas palabras, tan sonoras como huecas, que, repetidas una y mil veces, han penetrado en la carne como cuchillos afilados y dejado cicatrices de por vida. Y así, a diferencia de lo que ha ocurrido en otros procesos electorales, nada habrá acabado cuando éste termine la noche del 4 de mayo, sino que, sean cuales fueren sus resultados, los medios que se han empleado para alcanzarlos se habrán convertido en costumbre y dejarán huella en la política del futuro. Lo ocurrido ha venido para quedarse, porque no ha sido sino la explosión exagerada de lo que ya estaba latente y contenido. Ha sido la etapa reina en ese largo deslizamiento hacia el abismo por el que, imparable e inconsciente, se precipita la política española.

Un hecho que, pese a su gravedad, no dejaba de ser circunstancial a lo que se trataba en la campaña vino a trastocarlo todo. Me refiero a las amenazas dirigidas a los diversos cargos y candidatos. No ha sido casual, sino sintomático, el modo en que ese hecho ha sido utilizado para hacer aflorar emociones que se mantenían más o menos reprimidas. Nada que ver con el trato que en otras campañas recibieron -trece, si mal no cuento- asesinatos reales, que no amenazas anónimas. Evoco, en especial, las de 1984 y 2008, en cuyo tramo final cayeron asesinados por ETA los socialistas Enrique Casas e Isaías Carrasco y en las que los partidos vascos reaccionaron con condenas solidarias, consternación unánime, ánimo contenido y suspensión de todos los actos de campaña. No se busque la diferencia en la mayor o menor gravedad de los hechos, sino en la grandeza o mezquindad de su tratamiento.

Los comportamientos de entonces y de ahora son, como he dicho, sintomáticos. Aquellos, de una actitud que ponía el bien común por encima del interés particular, el ethos racional sobre el pathos desbocado, hasta en los momentos de máxima rivalidad. Éstos, por el contrario, nos han asomado a un pozo en el que se agitan los sentimientos más inquietantes de que es capaz el ser humano. En el momento de la suprema batalla por el poder, se han desatado emociones que el Estado de Derecho intenta mantener controladas bajo estrictas normas de conducta. La rivalidad convertida en odio, la crítica en desprecio, el desacuerdo en enemistad, la veracidad en mendacidad, la oposición en insulto, difamación y calumnia. No se ha tratado de arrebatos que no sobreviven a la contienda. Expresaban, más bien, con rabiosa virulencia, sentimientos que, una vez expresados, no vuelven nunca a acallarse en un prudente y civilizado silencio.

Mucho va a costarle a la política encerrar de nuevo este sobrexcitado estado de ánimo, esta triste secuela de esta malhadada campaña, en su correspondiente caja de Pandora. Se nos ha anunciado, por el contrario, a raíz de una estúpida batalla local, una hostilidad general que precisará mucho tiempo y esfuerzo para sosegarse y retornar a una convivencia cívica entre posiciones democráticamente discrepantes. Por desgracia, intervalos de enfrentamiento como el que está viviendo la política española corren el riesgo de hacerse habituales, consuetudinarios, y resultar, por tanto, muy difíciles de erradicar. No sé si se está todavía a tiempo de intentarlo.