LIBERTAD DIGITAL 06/09/14
MIKEL BUESA
Hace más de un año, con ocasión del ataque terrorista a la planta argelina de gas de In Amenas, escribí acerca del secuestro como una de las formas de actuación de las organizaciones terroristas cuya finalidad es, bien la toma de rehenes como método de presión política, bien la obtención de recursos financieros para el sostenimiento de su lucha armada. Ambos aspectos se han puesto una vez más de relieve en las últimas semanas a raíz de la ejecución de los periodistas James W. Foley y Steven Sotloff por el Estado Islámico (EI). Los dos asesinados fueron secuestrados en Siria, uno en noviembre de 2012 y el otro en agosto de 2013, con la finalidad de obtener un rescate sobre ellos y contribuir así a la financiación de una organización terrorista que, en aquellos momentos, aún no había adquirido la dimensión que en la actualidad exhibe. De hecho, sabemos que hace una decena de meses el EI exigió por Jim Foley cien millones de euros; una demanda ésta que chocó contra la negativa del gobierno de los Estados Unidos a pagar rescates o a hacer concesiones a terroristas. De ahí que, en una ostentación de poder, el EI haya decapitado con publicidad a estas dos víctimas, envolviendo su barbarie en un discurso político destinado a presionar a Obama para que suspenda los bombardeos sobre Irak en apoyo de las fuerzas kurdas, a la vez que transfiere al presidente norteamericano la culpabilidad del asesinato.
No repetiré ahora los argumentos que entonces expuse para rechazar cualquier posibilidad de arreglo político en los secuestros terroristas –pues ello legitima a la organización secuestradora concediéndole un status de beligerante– o de acuerdo mercantil para su solución –pues ello fortalece a los terroristas y les alienta a realizar secuestros ulteriores–. Lo que importa ahora es destacar que la doctrina que tanto los Estados Unidos como el Reino Unido siguen en estos casos es la más conveniente desde el punto de vista de la política antiterrorista, aun cuando haya ocasiones, como la que ahora nos ocupa, en las que todo parece un fracaso. Pues fracaso es, sin duda, la pérdida de vidas humanas, la muerte de civiles no implicados en el conflicto; aunque inmediatamente haya que añadir que de él emerge un importante desincentivo para que el secuestro forme parte del menú de posibles acciones de las organizaciones terroristas. Esto lo pusieron ya de relieve hace unos años los profesores Sandler y Brandt al estudiar el conjunto de los secuestros terroristas entre 1968 y 2005, pues, medidos en términos de secuestros futuros, los resultados de cada caso resuelto con el pago de rescates son casi seis veces más potentes que los que corresponden a la muerte de los rehenes. Tiene por ello razón el que fuera subsecretario del Tesoro norteamericano, David Cohen, cuando afirma:
· El pago de rescates conduce a futuros secuestros, y futuros secuestros llevan a pagos adicionales de rescates.
La situación planteada en Irak por el Estado Islámico al asesinar a Foley y Sotloff –y al amenazar con nuevas ejecuciones– debería conducir a la mayor parte de los países occidentales a revisar radicalmente su doctrina en materia de secuestros. Esos países, como se ha destacado en un amplio artículo de Rukmini Callimachi que publicó a final de julio The New York Times, han resuelto los casos que les han afectado negociando y pagando rescates millonarios. Callimachi reseña en su trabajo un total de veintinueve secuestros por los que varias organizaciones vinculadas con Al Qaeda han obtenido 126,5 millones de dólares entre 2008 y 2013. Los países para los que esta periodista ha comprobado y documentado los pagos son Francia, Suiza, España, Austria, Qatar y Oman; y la lista se completa probablemente, aunque falta confirmación para ello, con Alemania, Italia y Canadá. No sorprende por tal motivo que el relator del Comité Asesor del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, Wolfgang Stefan Heinz, en su informe sobre las cuestiones relacionadas con la toma de rehenes por terroristas, señalara en 2012 que algunos de esos países habían afirmado que «no podían suscribir ninguna declaración, conclusión o recomendación en favor de la tipificación como delito del pago de rescates».
Conviene añadir que para esos países tales pagos son, además, un ejercicio de hipocresía, pues en ningún caso las operaciones financieras correspondientes han sido expresamente declaradas. Más aún, Callimachi muestra que el dinero se enmascara muchas veces como ayuda al desarrollo, lo que obliga a implicar a los gobiernos de los países atacados por las organizaciones terroristas en la intermediación de los rescates. Esos gobiernos locales resultan así deslegitimados también, a los ojos de su propia población, en lo relativo a sus actuaciones antiterroristas. Sólo Argelia se ha negado a tal perversión, resistiendo a las presiones diplomáticas occidentales.
El relator Heinz indica, por otra parte, que el pago de rescates «puede constituir una financiación del terrorismo prohibida en el Convenio Internacional para la Represión de la Financiación del Terrorismo» y aduce en apoyo de su interpretación la resolución 1373 (2001) del Consejo de Seguridad que es de obligado cumplimiento para todos los Estados firmantes de la Carta de las Naciones Unidas. En consecuencia, tanto España como los otros países occidentales a los que he aludido deberían encontrar su inspiración en la legalidad internacional para cesar en su política de pago de rescates. Cuando consideramos que, como señalan los expertos y las agencias antiterroristas, las organizaciones islámicas que combaten en Siria, Irak, Mali y los otros países atravesados por el Sahel constituyen el mayor riesgo potencial para las naciones europeas, pues el regreso de los combatientes reclutados en ellas puede derivar en ataques dentro del ámbito geográfico local, ese cambio se muestra como una exigencia política prioritaria. Y cuando vemos en los videos publicados por el Estado Islámico hasta qué nivel de barbarie están dispuestos a llegar los yihadistas, entonces dejar de pagar a sus organizaciones constituye también una exigencia moral ineludible.