JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA-EL CORREO

  • En la tramitación parlamentaria de la Ley de Memoria Democrática, la cuestión de quiénes son las víctimas puede activar de nuevo la pulsión por la ideología

Joseba Louzao lo ha clavado: la Guerra Civil es en España un pasado muy especial, porque es «un pasado que no pasa». Y si no pasa, si sigue actuando como puro presente en el plano político, es por una sencilla razón: porque no le dejamos pasar. Sería interesante estudiar las razones actuales por las que se mantiene tan activo al pasado, algo que seguramente tiene que ver con lo bien que se adapta el recuerdo guerracivilista a la intensa «polarización afectiva» (ideológica e identitaria) que muestra la sociedad española desde el comienzo de siglo (Luis Miller). Sería más interesante que volver dócilmente sobre su relato como se nos propone por el Gobierno estos días con el anuncio de una nueva Ley de Memoria. Pero… es lo que toca.

Esta nueva ley se articula en torno a la figura de las víctimas, un concepto este que no aparecía en la ley anterior de 2007. Es comprensible esta opción pues no existe ningún otro concepto político con tanta capacidad de arrastre como el de víctima, ya que conecta extraordinariamente bien con la percepción emocional que la ciudadanía de nuestras democracias tiene de sí misma y de su pasado. Por decirlo así, es la forma políticamente correcta en que la memoria histórica se construye hoy. Y, aceptando este armazón de la ley, tiene razón Antonio Rivera (EL CORREO 26-07-21) cuando subraya que no cabe discriminar entre víctimas, de manera que quienes reclaman justicia, verdad y reparación para las víctimas del terrorismo no pueden negarse a las mismas demandas ante las víctimas de la Guerra Civil y de la dictadura franquista sin caer en una contradicción moral y políticamente indefendible. Que es lo que suele ocurrirle a una parte de la derecha española.

Ahora bien, y con independencia de este carácter obligadamente universal del concepto de víctima, lo que también es cierto es que resulta harto difícil o complicado aplicarlo de verdad y con precisión en la historia de nuestra Guerra Civil. Probablemente, es ya imposible. Es fácil hacer proclamaciones genéricas sobre las víctimas, pero es peliagudo identificarlas con un poco de concreción, no digamos con nombres y apellidos, debido a las enmarañadas circunstancias que concurrieron en nuestra Guerra Civil.

La Ley Andaluza de Memoria de 2017 y el proyecto socialista de la misma fecha tiraron por la calle simple: víctimas de la guerra lo eran sólo las de un bando, el de aquellos que lucharon por la democracia y los derechos humanos. Así de tajante. Ello suponía asumir que todos los combatientes antifascistas fueron demócratas y respetaron los derechos humanos, lo cual es una obvia falsedad histórica: pues alguien asesinó a los cincuenta mil represaliados del bando republicano. Además, al hacer esta adscripción por bandos se pasaba por alto que en la realidad de muchos españoles la opción por uno u otro fue ‘geográfica’: les movilizó uno u otro ejército pensaran lo que pensaran. Aquello era muy burdo y muy sectario.

La Ley que se propone hoy parece adoptar un criterio más imparcial (art. 3.1º), pues una vez establecido el concepto general de víctima como persona que sufrió violación injusta de sus derechos fundamentales, establece que, «en particular, son víctimas las personas fallecidas o desaparecidas como consecuencia de la Guerra Civil», sin hacer ninguna distinción no ya entre bandos, sino ni siquiera entre comportamientos subjetivos de cada quien. Si nos tomamos en serio esta exagerada generalización serían considerados víctimas de la Guerra Civil tanto los generales que la provocaron con su rebelión y fueron fusilados por ello (Goded) como los que se negaron a secundarla y fueron ejecutados por los golpistas (Batet). Sería víctima el general Mola lo mismo que el general Escobar, ambos muertos en la guerra, aunque uno organizó el golpe de Estado y el otro salvó a la República en Barcelona. Sería víctima Gregorio Balparda, pero también lo sería el carcelero que lo asesinó y luego fue ejecutado por ello por la ‘justicia franquista’.

Es probable que el Gobierno se haya decidido a favor de este criterio tan ‘inocuo’, en el que todos los muertos son calificados por igual, precisamente para pacificar el asunto de la memoria histórica y limarle sus garras más hirientes. Corroboraría esta impresión el tono general de la nueva ley, que ha borrado los aspectos más controvertidos y exagerados del proyecto de 2017, tales como la Comisión de la Verdad, la petición pública de perdón de la más alta autoridad del Estado o las limitaciones a la libertad de expresión y opinión, de manera que lo ha hecho asumible para la sensibilidad de una derecha que fuera razonable.

Sin embargo, es de temer que «el pasado que no pasa» vuelva por sus fueros en la tramitación parlamentaria del proyecto, y que la cuestión de quiénes son las víctimas vuelva a encender la pulsión afectiva por la ideología. Y es que se trata de un concepto endiabladamente difícil de aplicar a una Guerra Civil tan brutal en las retaguardias como la nuestra, sobre todo ochenta años después. De forma que una ley que parece bien intencionada puede acabar alimentando la pira del extremismo, a poco que los habituales calienten al personal. Al tiempo.