ALBERTO LÓPEZ BASAGUREN-EL CORREO

  • No se puede entender el desbarajuste que hemos vivido sin tener en cuenta la demonización que se ha hecho del estado de alarma

La gestión de la pandemia ha provocado una preocupante erosión de algunos fundamentos del sistema democrático. En la segunda ola ha destacado el deterioro de la seguridad jurídica. Una cuestión capital, porque se trata de un «principio esencial del ordenamiento jurídico», que exige «certeza y previsibilidad en la aplicación del Derecho», sintetizando los principios que configuran el Estado de Derecho expresados en la Constitución (Diccionario Jurídico, Real Academia de Jurisprudencia y Legislación).

Algunas de las decisiones restrictivas de derechos fundamentales adoptadas por gobiernos autonómicos han agudizado el problema planteado desde el estallido de la pandemia acerca de las medidas que se pueden adoptar y de quién puede hacerlo, provocando decisiones judiciales divergentes acerca de su ratificación.

Ciertamente, estamos ante una situación radicalmente excepcional. Las leyes no habían imaginado una pandemia de características tan absolutamente inesperadas. Pero nuestro sistema jurídico no estaba inerme ante la crisis. Disponemos de una legislación de salud pública que ofrece incisivos instrumentos de intervención. Y contamos con el estado de alarma previsto, expresamente, para una situación como la actual.

Entre una y otra legislación se establece una frontera en el ámbito de la salud pública, entre instrumentos ordinarios de gobierno y poderes extraordinarios, que es trascendental en el ámbito de las limitaciones de derechos fundamentales. Las autoridades sanitarias (gobiernos autonómicos) pueden limitar la libre circulación de personas individuales y de grupos determinados de personas -«y su medio ambiente inmediato», añade la ley- que estén contagiadas o tengan riesgo de serlo, para frenar la expansión de una epidemia. Una limitación generalizada de la libertad de circulación, sin embargo, solo puede adoptarse al amparo del estado de alarma.

No se puede entender el desbarajuste que hemos vivido sin tener en cuenta la demonización que se ha hecho del estado de alarma. Ha sido provocada, sin duda, por la resistencia a dejar en manos del Gobierno del Estado un instrumento tan poderoso y que le atribuye tanto protagonismo. Pero obliga a pagar un precio enorme. Políticamente, supone renunciar al instrumento constitucional previsto para hacer frente a la crisis en condiciones adecuadas -como se demostró con su finalización abrupta y precipitada-; y supone excluir al Gobierno del Estado de la gestión de una crisis en la que es indispensable la adecuada articulación de los dos niveles de gobierno que caracterizan al sistema autonómico. Por su parte, jurídicamente, hace saltar por los aires la frontera entre poderes ordinarios y extraordinarios, convirtiendo cualquier medida en posible instrumento ordinario de gobierno de las autoridades sanitarias. Lo que se pretendía de los tribunales al requerir la ratificación de las medidas limitativas de la libertad de circulación adoptadas por distintos gobiernos autonómicos era, nada menos, que el aval a la ruptura de esta frontera, enfrentando a los jueces a una responsabilidad que viciaba su función. Ha sido una gran irresponsabilidad.

Con la nueva declaración del estado de alarma hemos recobrado la seguridad jurídica respecto a las limitaciones de la libertad de circulación que se han establecido: en horario nocturno y entre comunidades autónomas e, incluso, entre ámbitos territoriales dentro de ellas, si el presidente de la correspondiente comunidad autónoma así lo establece. Y sorteamos el riesgo de interpretaciones judiciales discrepantes, al situar el control de la legalidad de los actos en el Tribunal Supremo, garantizando una interpretación unificada.

Con ello no se eliminan todas las dudas sobre el respeto a lo que se puede y no se puede establecer al amparo del estado de alarma, que ya aparecieron con ocasión de la primera declaración al estallar la pandemia. Pero no se puede eludir que las características de la pandemia nos han colocado en una de esas situaciones en que, como decía Michel de Montaigne (‘Ensayos’), la realidad nos presenta tan urgente la necesidad que es preciso que las leyes le cedan algún sitio. Una flexibilidad que solo es admisible cuando exista una manifiesta imprevisión legal -no pura conveniencia política-, resulte indispensable y sea coherente con los fundamentos de la figura jurídica que le da amparo.

La salud del sistema democrático no se alimenta solamente de seguridad jurídica. Requiere, en la gestión del actual estado de alarma, un funcionamiento real y efectivo de los límites y controles extraordinarios que exige una situación jurídica tan excepcional. Junto al judicial, destaca el indispensable control parlamentario periódico. Un control que no puede ser eludido con subterfugios, especialmente si su vigencia se alarga en el tiempo. Está en juego una definitiva descalificación del estado de alarma, dejando inerme a un sistema jurídico que, con algunas limitaciones, se dotó de instrumentos adecuados para enfrentarse a crisis como la que vivimos. El Gobierno del Estado, en primer lugar, pero, igualmente, las demás fuerzas parlamentarias y los gobiernos autonómicos tienen una enorme responsabilidad que no pueden eludir.