MIQUEL ESCUDERO-EL CORREO

Hace más de diez años que el fotógrafo británico David Salter visitó la reserva natural de Tangkoko, en Indonesia. Tras hacer fotos de cerca a unos monos, dejó su cámara en el suelo y uno de ellos la recogió y se puso a imitarle. Disparó a troche y moche y sacó un montón de fotos, casi todas borrosas, pero algunas fueron magníficos autorretratos que pasaron a integrarse en un libro del fotógrafo. Sucedió que aquellas asombrosas y originales imágenes circularon vertiginosamente por las redes sociales. David Salter presentó una demanda por violar sus derechos de autor; aunque, según dijo, las fotos no las había hecho él.

En 2014 la Justicia norteamericana le negó la propiedad de aquellas fotos, alegando que un objeto no producido por un ser humano no está sujeto a derechos de autor. No acabó aquí la cosa. Al poco, en las instancias judiciales se recibió otra demanda. Esta vez, una organización en defensa de los derechos de los animales acusó a Salter de violar los derechos de autor de los macacos. Los animalistas se arrogaban el derecho de gestionar los beneficios económicos que se obtuvieran.

El juez sentenció que el macaco Naruto no tenía personalidad jurídica y no podía adquirir ni conservar dinero, ni tampoco perder reputación: «¿Qué beneficios financieros podrían postularse para él?». Parece que, bajo mano, Salter y los denunciantes llegaron a un acuerdo económico.

Con asombro, me topé con esta anécdota leyendo un libro del matemático Marcus du Sautoy. Aunque tengo claro que los animales carecen de derechos, pues éstos sólo son humanos, los hombres tienen un inexcusable deber de tratar a los animales con respeto y civismo.