JUAN GOYTISOLO – EL PAIS – 14/02/16
· Los atropellos de los años noventa en Chechenia, Afganistan, Argelia o Bosnia y la difusión a golpe de petrodólares del fundamentalismo wahabí son el germen de los conflictos que ahora azotan a Oriente Próximo, Magreb y África subsahariana.
Uno. Mis viajes de corresponsal de este periódico a Sarajevo (junio de 1993, enero de 1994 y agosto de 1995), Argelia (marzo 1994) y Chechenia (julio 1996) me procuraron una experiencia de primera mano de la incipiente fractura entre el mundo islámico y Occidente cuyas consecuencias vivimos hoy. Si el inicio del proceso de radicalización de las sociedades musulmanas se remonta a 1979 (año de la proclamación de la República Islámica de Irán tras la caída del Sha y de la desastrosa intervención soviética en Afganistán), sus manifestaciones más patentes se produjeron en la siguiente década (ascensión del FIS en Argelia, golpe de Estado que abortó su victoria electoral en 1992, y desmembramiento el mismo año de la Federación Yugoslava, que encendió la mecha de la guerra interétnica y el sitio de Sarajevo).
Por estas fechas asistí a la emergencia de los futuros movimientos yihadistas, fruto de la frustración creada por la política de no intervención de la ONU en la “limpieza étnica” en Bosnia; por las brutalidades del régimen argelino en respuesta a las del Grupo Islámico Armado (no una guerra civil sino una guerra contra los civiles por parte de ambos bandos); y el genocidio ruso en Chechenia. La radicalización previsible de las víctimas y de los correligionarios que acudían a socorrerlas venía cantada y la yihad global de Al Qaeda no me sorprendió en exceso.
Las semillas sembradas en dicha década por tales atropellos y la difusión a golpe de petrodólares del fundamentalismo wahabí iban a germinar en las zonas conflictivas de Oriente Próximo, Magreb y África subsahariana: esa guerra asimétrica de Occidente contra el terrorismo yihadista tanto en Siria, Irak, Libia, Afganistán y el Sahel como en el interior de sus propias fronteras. Conviene recordar que el horror vivido el 13-N en París lo experimentan a diario sirios, iraquíes y afganos que buscan refugio en Europa a través de Turquía y los Balcanes. La islamofobia desatada por los atentados y la llegada masiva de refugiados al interior del espacio Schengen coloniza hoy los medios informativos en unos términos que culpabilizan a los veinte y pico millones de musulmanes europeos y ahondan la fractura abierta entre estos y el resto de la población.
El Frente Nacional francés y sus equivalentes en la mayoría de Estados europeos (España es por ahora una feliz excepción) son paradójicamente aliados objetivos del Daesh en su designio de apuntar a aquellos con el dedo y de encerrarlos mentalmente en guetos en el interior de sus sociedades. De este modo, los que constituyen una ínfima minoría en el colectivo musulmán encuentran un terreno abonado para su propaganda nihilista: la de presentarse como una alternativa viable a ojos de quienes se sienten discriminados por el discurso social dominante. Retrospectivamente, verificamos que cuanto germinó en la década de los 90 del pasado siglo llama ahora a nuestras puertas y no se prevé su fin.
La crisis de los refugiados ahonda la brecha entre los inmigrantes musulmanes y el resto de la población.
Dos. Cuando viajé a Chechenia en 1996 conocía en la medida de lo posible los dos siglos y pico de lucha del pueblo checheno para preservar su independencia —cinco guerras además de su deportación masiva al gulag por orden de Stalin— gracias a los libros de Baddeley, La conquista rusa del Cáucaso, Bennigsen, El sufí y el comisario, y los trabajos de Hélène Carrère d´Encausse acerca de las cofradías sufíes y su resistencia tenaz primero a la Rusia zarista y luego a la soviética, pero sobre todo por mi lectura asidua de tres grandes autores de la literatura rusa del siglo XIX: Puschkin, Lérmontov y Tolstoi. Por aquellas fechas, según pude verificar personalmente por mediación de Osmán Imáiev, ex fiscal general de la República de Chechenia, proclamada en 1991 por Dzhajar Dudáiev aprovechando el derrumbe de la URSS, y en cuyo domicilio en la aldea de Kularí me alojé pocos días antes de su desaparición definitiva por obra de los servicios de seguridad rusos, los combatientes que participaron en la ceremonia ritual sufí pertenecían a la cofradía qadirí que, como en tiempos de Shamil y de Kunta Hadji, luchaban por la independencia de su país contra su enemigo secular.
Tras el aplastamiento de la rebelión chechena por el zar Putín y el establecimiento del virreinato de su siniestro protegido Ramzán Kadírov, la guerrilla chechena se ha deslocalizado y se extiende esporádicamente por el norte del Cáucaso mientras más de cuatro mil miembros de ella, radicalizados por la represión sangrienta de la que de nuevo son objeto, se han alistado en las filas del autoproclamado califato islámico de Abu Bakr al-Bagdadi en virtud de unos sentimientos magistralmente descritos por Tolstoi en Hadji Murat en su descripción de los atropellos y barbarie de sus compatriotas en tiempos del zar Nicolás I.
Tres. Mi experiencia de Argelia, sumida también en una espiral de violencia que se cobró más de 150.000 víctimas, fue de otro orden. No había bombardeos ni línea de frente como en Sarajevo y Chechenia sino asesinatos de uno y otro bando en la capital y matanzas de civiles en las zonas cercanas a la misma. En mi recorrido por aquella no tropecé con ningún otro europeo, posible blanco de los islamistas radicales por su condición de Kafir, esto es, infiel, y lo hice fundido en el paisaje: había dejado de afeitarme diez días antes del viaje y caminaba acompañado de tres jóvenes miembros arabófonos de la Unión de Escritores que conversaban conmigo en el dialecto local en las calles de Belcourt, Bab el Oued y la Kasba, feudos del FIS (Frente Islámico de Salvación) y escenario de la llamada entonces “segunda batalla de Argel” (la primera fue contra el colonizador francés).
El mesianismo del Daesh conserva su poder de atracción: el retorno a una pureza primigenia.
El poder opaco que desde Bumedián gobierna Argelia guardaba un silencio cómplice ante los asesinatos de intelectuales y el terror impuesto ya por el GIA (Grupo Islámico Armado), ya por las escuadras parapoliciales, y expresé lo mejor que pude el desamparo de la población en la serie de artículos titulados Argelia en el vendaval. La violencia se apagó gradualmente al final de la década y hoy día tan solo grupos residuales de Al Qaeda en el Magreb islámico actúan de forma esporádica en connivencia con los yihadistas que campean en Libia y el Sahel. Pero la frustración acumulada tras tres mandatos del ahora invisible Buteflika, protagonista a pesar suyo del clásico Reinar después de morir, no invita al optimismo.
El mesianismo apocalíptico del Daesh conserva en todo el Magreb su mefítico poder de atracción: el del retorno ideal a una pureza primigenia que otorga el glorioso estatuto de mártir a quienes se sienten despreciados por los “poderes arrogantes” que rigen los Estados árabes. Los millares de yihadistas magrebíes que combaten en Siria dan testimonio de dicho incentivo y de la seducción de su escatología mirífica. Pensar que cuanto ocurrió en la década de los 90 no iba a pasarnos factura equivale a vivir en otro planeta.
Juan Goytisolo es escritor.