- ¿Hayek? Lo confundiría con Salma. ¿Becker? Lo tomaría por el tenista. ¡Marx! No, no, acudiría Groucho. ¿Nash? Le vendría a la cabeza algo de Crosby, Stills y compañía
Señor presidente:
En la tesitura de dirigirse a un jefe de Gobierno, uno considera arrancar echando mano de los clásicos, pero son demasiadas las veces que le hemos escuchado –en mi caso más bien oído–, y jamás han asomado, que yo recuerde, Pericles o Cicerón en su discurso. Uno se decantaría entonces por Churchill, pero algo me hace sospechar –llámeme malpensado– que su idea del británico se ha forjado en la colección de citas apócrifas que circulan por las redes. Uno se dice luego que tal vez podría atrapar su atención con el verso adecuado de algún gran poeta español. No necesariamente Pere Gimferrer o Panero, nombres que vuelvo a sospechar fuera de su alcance. No se moleste, uno ha tenido tiempo de sacar sus conclusiones al oírle –que no escucharle– tantas frasecitas hueras y al constatar su elusión de las subordinadas.
Uno se dice entonces: recurramos a los que conoce todo el mundo porque los han cantado mejor o peor. Mejor, Serrat a Machado; peor, Ana Belén a Blas de Otero. Por resumir. Uno se acuerda ahí de que ni siquiera los más populares entre los poetas mayores le resultan familiares, presidente, qué le vamos a hacer. A don Antonio lo hizo nacer usted en Soria, que tiene miga, y a Otero le atribuyó unos de los más célebres versos de Gil de Biedma: «De todas las historias de la Historia / la más triste sin duda es la de España, / porque termina mal…» El principio del poema lo tenía usted, presidente, en la memoria, por mucho que estuviera mal atribuido, por mucho que acabara de repetírselo, para que lo soltara, algún miembro de su ejército de asesores. No es imposible que ese haya sido su único contacto con la poesía española (sobre la islandesa no le juzgo), que tal acontecimiento mental haya excitado en usted un afán de participación en la triste historia, y que haya decidido ser, justamente, el agente propiciador de que la nuestra acabe mal.
Uno piensa entonces en abordar la misiva tirando de menciones más cercanas a su formación. ¿No es usted economista? ¿Hayek? Lo confundiría con Salma. ¿Becker? Lo tomaría por el tenista. ¡Marx! No, no, acudiría Groucho. ¿Nash? Le vendría a la cabeza algo de Crosby, Stills y compañía. No es fácil, se dice uno, dar a la epístola el inicio sugerente que pretendía. Es en ese punto cuando a uno se le ocurre este guiño: aludir a Voir, el inexistente autor al que cita en su tesis doctoral creyendo que el verbo «ver» de los textos franceses fusilados, con el que comienzan tantas notas a pie de página, es un señor de Lyon que escribe libros de economía. Sin embargo, uno comprende que tampoco va a captar el guiño, toda vez que la probabilidad de que haya usted leído su propia tesis doctoral tiende a cero. Y así no hay manera, señor presidente. Uno va a tener que postergar esta carta por incapacidad para darle comienzo con algo de nivel.