Ignacio Varela-El Confidencial

Adolfo Suárez promovió en el otoño de 1977 los Pactos de la Moncloa porque la crisis económica estaba a punto de hacer fracasar la transición a la democracia

Adolfo Suárez promovió en el otoño de 1977 los Pactos de la Moncloa porque la crisis económica estaba a punto de hacer fracasar la transición a la democracia. Suárez comprendió que su Gobierno sería incapaz por sí solo de sacar el país adelante y que no bastaba con reclamar que lo apoyaran. Más allá de su contenido, los pactos enviaron un mensaje de enorme potencia: las principales fuerzas políticas y sociales del país se comprometieron formalmente con un programa de salvación nacional. El Ejecutivo recibió el encargo de llevarlo a la práctica, pero allí se formó una coalición unitaria en la que estuvieron todos: la derecha y la izquierda, los nacionalistas, los empresarios y los sindicatos. Sin aquel acuerdo, todo se habría ido al traste y seguramente no habríamos llegado a votar la Constitución un año más tarde.

La historia nunca se repite de la misma forma, pero deja lecciones. La situación que hoy atraviesa España no es menos grave que la de entonces. Lo es más. La concatenación de una pavorosa crisis sanitaria fuera de control, una sociedad aterrorizada, la inminencia de un ciclón económico que amenaza destruir millones de empleos y gran parte de nuestro tejido productivo, un Gobierno frentista desbordado por los acontecimientos y un desafío sostenido a la integridad territorial ponen en peligro los fundamentos mismos de la nación. Si alguna circunstancia pide a gritos un acuerdo transversal de unidad nacional, es esta. Ello no puede confundirse con exigir un contrato de adhesión a las medidas que el Gobierno improvisa cada día.

Nadie discute la legitimidad formal del Gobierno actual para encabezar la lucha contra este diabólico encadenamiento de situaciones críticas. Pero es justamente esa legitimidad la que pone sobre sus hombros —en concreto, sobre los de su presidente— la obligación política y moral de tomar la iniciativa y convocar a todas las fuerzas vivas del país: partidos políticos, sindicatos, organizaciones empresariales y, desde luego, los poderes territoriales. De ahí tiene que salir el programa de legislatura que en este momento no existe, puesto que el simulacro de programa que Sánchez presentó en su investidura ha quedado arrasado.

Es evidente que este Gobierno no nació para hacer frente a un huracán de semejante poder destructivo. Es un Gobierno diseñado desde el principio para la lucha ideológica, no para la gestión de una catástrofe nacional ni para una movilización gigantesca de recursos públicos y privados como la que hoy se requiere. Es un Gobierno de activistas y de propagandistas. De hecho, la mayoría de sus miembros desconoce los rudimentos del funcionamiento del Estado (y bien que se está notando). Su objetivo fundacional no fue otro que consolidar una coalición hegemónica de la izquierda con las fuerzas nacionalistas que apartara del poder a la derecha de forma duradera. No es este el momento de discutir la pertinencia de ese proyecto

político: pero sí de constatar que las condiciones fácticas imprescindibles para llevarlo a cabo han desaparecido y no regresarán. Hay que reescribir la legislatura entera sobre nuevas bases.

Es un puro delirio imaginar que Pedro Sánchez puede conducir el país durante los próximos tres años con la única compañía de los socios que lo invistieron: Podemos, ERC, PNV, Bildu y un ramillete de grupúsculos provinciales. De hecho, estos serán los primeros en dejarlo tirado cuando el malestar social arrecie, se contabilicen otra vez más de cinco millones de parados, desaparezcan centenares de miles de empresas y nos asfixie la colosal deuda contraída para combatir la pandemia. ¿Acaso soportaría la coalición PSOE-Podemos una convocatoria de huelga general?

Sánchez es un político que comprende mucho mejor la lógica del sometimiento que la del entendimiento. Por eso siempre recurre a la misma extorsión. Durante los meses en que el país estuvo sin Gobierno, su único mensaje fue: puesto que soy el único candidato viable, tienen que apoyarme con las condiciones que yo dicte. Su mensaje actual, en una situación infinitamente más dramática, viene a ser igual: puesto que hay una emergencia y yo soy el capitán, yo dictaré el rumbo y quien no lo siga es un antipatriota.

Ese tipo de chantaje puede funcionarle mientras haya miles de personas muriendo en los hospitales y la prioridad absoluta sea frenar la pandemia. Pronto acudirá al Congreso a pedir la prolongación del estado de alarma y se la concederán (no sin escuchar un puñado de verdades desagradables); por desgracia, necesitará pasar por ese trance varias veces más. Pero puede estar seguro de que la tregua se acabará cuando la recesión se haga presente con toda su fiereza. Si para entonces no ha puesto en pie un acuerdo nacional de política económica y social con medidas pactadas y objetivos de cumplimiento contrastable, nada salvará del desastre a España y a su Gobierno. Porque si algo está ya claro, ¡ay!, es que de la inoperante y desesperante Unión Europea poco podemos esperar.

Durante dos décadas, los sucesivos gobernantes españoles se han dedicado a jugar frívolamente con el Estado y sus estructuras. Han montado, desmontado y troceado ministerios por puro capricho o por compensaciones partidistas; han burlado impunemente el principio de legalidad; han repartido poderes y competencias básicas como el que reparte caramelos. Han jaleado por oportunismo a todas las fuerzas centrífugas de la sociedad.

El contumaz vaciamiento del Ministerio de Sanidad es hoy la más patética expresión de tanta incuria. Se hizo de él un artefacto ornamental. Desde ese departamento, no se ha comprado un esparadrapo desde hace más de 15 años. Y ahora se pretende que gestione, en plena guerra global de todos los Estados del mundo por el material sanitario, la operación logística más importante que se recuerda en tiempos de paz.

Mientras tanto, España se ha infligido a sí misma una devaluación tremebunda de sus élites dirigentes en todos los ámbitos —especialmente, los públicos—. También eso lo estamos pagando en este momento.

Si este presidente quiere hacer algo útil por su país, solo tiene un camino sensato: promover, desde ya, el Pacto de la Moncloa del siglo XXI. Es su responsabilidad. Y si lo hiciera —que no lo hará—, la única respuesta sensata de la oposición sería acudir a la llamada y sentarse a negociar, sin reservas y sin trucos, qué hacemos con España al menos en los próximos tres años.

Lo otro nos conduce inexorablemente al triste verso de Gil de Biedma, que comienza: “En un viejo país ineficiente…”.