Esta circunstancia no va a suponer el restablecimiento de una vida simpática, al menos en Cataluña. Aún no se sabe la actitud que tomará el principal partido del nacionalismo vasco. Pero en Cataluña ya se ha hecho pública la intención del presidente Mas de gobernar con Esquerra. La vida política se agrietará a base de tensión y frustraciones, pero esto no va a suponer ningún progreso para el independentismo. En la más optimista de sus hipótesis, y cruzando los resultados de las elecciones con los sondeos más fiables, el número de partidarios de la independencia queda algo por debajo de la mitad de la población. Una cifra que se rebajaría fatalmente si la UE hiciera con Cataluña lo que acaba de hacer con Escocia. Es decir, indicarle el camino de salida. Esperar el porvenir (¡sentaíto en la escalera!) es lo más decisivo que puede hacerse con esas aritméticas.
El empecinamiento del presidente Mas (lógico hijo de su puerilidad congénita y de su fracaso circunstancial) en llevar el nacionalismo a un camino ciego deja un fértil espacio político en Cataluña para el que tenga por objetivo la salida solidaria de la crisis (solidaria entre españoles, vivan donde vivan), la reforma del Estado y la restauración de la trama de afectos desgarrada. Algo que está al alcance de los tres partidos de la oposición catalana, cuyo respectivo futuro va a jugarse muy rápidamente. Pero que, sobre todo, está en las manos de Duran Lleida. Pronto se verá si toda su reptilínea carrera política fue la paciente y concienzuda preparación de un fracaso de carácter.