ABC 21/07/17
IGNACIO CAMACHO
· Para muchos votantes socialistas, por más que detesten al PP, el soberanismo esconde una reclamación de privilegios
EL relato del conflicto catalán que está escribiendo la izquierda está a dos páginas o a cinco minutos de proclamar que el PP es el culpable del referéndum. Ya lo ha sugerido casi literalmente algún portavoz de Podemos, de abierta simpatía con la consulta, y el PSOE de Sánchez avanza hacia el punto de equidistancia «separatistas y separadores»– que pronto le permitirá descolgarse del consenso constitucionalista que aún retiene a su líder sujeto. El discurso en marcha, diseñado bajo los patrones de un nuevo Tinell, apunta al Gobierno de la derecha como adversario diáfano, rotundo y directo mientras señala a los independentistas como gente amiga y bienintencionada que en su impaciencia se ha equivocado de método. También por culpa de Rajoy, por supuesto.
Ese argumentario está ya en las tertulias, en cierta prensa y empieza a asomar en el Parlamento. Su punto débil no es que sea falaz, porque en la batalla de la comunicación política lo que cuenta es el marco mental y la verdad viene a resultar lo de menos. El problema es de penetración en la audiencia: la matraca catalana aburre a la gente y los espectadores cambian de canal cuando oyen hablar del «proceso». Además se trata de un debate de circuito interno; no funciona fuera de Cataluña, de una opinión pública que lleva años sometida al mismo bombardeo.
Si Sánchez se está acercando a esa narrativa frentista quizá sea porque piense que en la política catalana le puede producir réditos. Pero en el resto de España se le va a hacer muy difícil abrirse hueco. La mayoría de los ciudadanos ha percibido con nitidez el carácter insolidario del desafío de secesión y está hasta el gorro de tanto ensimismamiento. Numerosos españoles perciben en los políticos soberanistas un arrogante narcisismo y se sienten mirados con altanería y desprecio. Para muchos votantes socialistas, por más que detesten al PP, la eterna reclamación identitaria sólo esconde una fuente de privilegios. En ese estado de opinión, los dirigentes del PSOE tienen muy cuesta arriba el cambio de criterio; si las cosas se ponen feas poca gente del Ebro para abajo va a entender que no se alineen, aunque sea con la nariz tapada, al lado del Gobierno.
Los guiños de plurinacionalidad le pueden servir a Sánchez para aferrarse a un guión propio pero ofrecen dificultades de comprensión mayoritaria. Su estrategia de cerco al PP necesita excepciones que no acaba de ver claras. Podemos tiene las manos más libres porque cualquier planteamiento que impugne la Constitución le otorga ventaja. Sin embargo, para definirse como alternativa de cierta estabilidad el PSOE tiene que identificar ante la cuestión catalana no sólo su modelo de nación sino su concepto de autoridad y de legalidad democrática. O arriesgarse a que el centro-derecha defienda al Estado en solitario y presente la hoja de servicio en unas eventuales elecciones anticipadas.