MIQUEL ESCUDERO-El Imparcial

Jueves 27 de octubre de 202219:44h

Victor Lvóvich Kibálchich era el nombre de nacimiento de Victor Serge, quien empezó a usar este pseudónimo en España para firmar sus artículos en Tierra y libertad. Había nacido en Bélgica y sus padres eran exiliados ruso-polacos. Con 22 años, en 1912, fue encarcelado como ‘bandido anarquista’. Admirador de Lenin, se adheriría a los bolcheviques y sus críticas a Stalin le valdrían su expulsión del Partido y años de cárcel. Pudo abandonar la URSS en 1936, y moriría en México en 1947, próximo a Trotski y en la pobreza.

Unos años antes de conseguir salir de la Patria del Proletariado había escrito la novela Hombres en prisión (Gatopardo), la he leído en busca de sus emociones personales. La cárcel vista como algo que llevamos dentro; en particular, decía, el revolucionario vive bajo la amenaza del presidio o el cadalso. Nada más entrar en ella, se le aplicaba el método Bertillon. El policía y arqueólogo francés Alphonse Bertillon ideó un procedimiento de identificación antropométrico (toma de medidas de los huesos humanos y fijación de su estructura ósea).

Nada más franquear el umbral invisible del presidio, se hacía imparable la conciencia de verse convertido en un número y en estar despersonalizado. Los reclusos iban a ser autómatas de la cárcel. Les aguardaban privaciones y mugre, la crueldad y la brutalidad de gesto y de palabra. Dejaron atrás una vida que, por miserable que fuera, tenía algunas libertades. Ahora, exclamaba el preso Serge, todos los reclusos tienen por compañera alguna idea fija y son más sensibles al desprecio absoluto y a la falta de cualquier ápice de piedad.

“En su vieja carne de prisión, en su vieja alma de granuja curtido se han ido enquistando a diario pequeños odios viles, amargos como la hiel, que exhala luego en injurias y gestos ladinos, en dardos diminutos como alfileres que van lanzando sin cesar”.

Viendo que el miedo se contagiaba por contacto humano, él hacía una vida solitaria. Sin embargo, diría que lo peor es no poder estar a solas con uno mismo; al no poder sustraer su rostro a la mirada ajena (algo, por cierto, propio de los actores y deportistas) y “verse obligado a revelar, con cada tic, el secreto de una vida interior perturbada a todas horas”. Esta es la cuestión: la evidencia de una vida intensamente perturbada y, agregaba Victor Serge, el dolor de no poder trabajar.

“Solo, en torno a él, nada. Ningún acontecimiento. Ninguna posibilidad de acontecimiento. Ociosidad absoluta. Las manos se revelan inútiles. Los ojos se cansan de inmediato de la luz amarillenta y uniforme El cerebro febril funciona en vacío”.

Hombres en prisión no es una obra de propaganda antisistema sino de desahogo de unas vivencias dolorosas. Los párrafos que escojo son elocuentes por sí solos:

“Hay minutos y horas sin fondo: eternidad del instante. Hay horas desiertas: vacuidad del tiempo. Hay días interminables y semanas que no dejan la menor huella, como si no hubieran existido”.

Victor Serge se hacía eco de la envidia terrible que roía el corazón de los olvidados y abandonados cuando sus hermanos de infortunio recibían la visita de sus allegados. Y contaba su impresión al ver camino de la guillotina a algunos de sus compañeros:

“llevaban ya su huella distintiva en los ojos en la frente, en los pliegues de los labios, en el movimiento espasmódico de sus manos huesudas, pálidas, nerviosas…”.

Escrito con el objetivo de recrear unos estados de ánimos, este texto es expresión de una realidad vivida bajo un reglamento que el autor veía resumido en la fórmula: ¡prohibido vivir! Ciertamente muy triste. Pues todos los humanos son personas, a pesar de lo que hayan hecho o dejado de hacer. Y, por supuesto, aunque las personas humilladas no sean nada inocentes.