José Luis González Quirós-El Español
  • Desde el marianismo, el PP es una máquina sin alma que acaba expulsada del poder por los que, aunque no tengan idea de administración pública, sí saben hacer política. 

Con independencia de las encuestas, es obvio que una parte bastante amplia del electorado se encuentra muy a disgusto con la gestión política de Pedro Sánchez.

Aunque los que no estén conformes con este aserto puedan aludir a las extraordinarias dificultades que su Gobierno ha tenido que afrontar (sobre todo la pandemia y la brutal crisis económica que padecen, en especial, las rentas bajas), no cabe duda de que son muchos los que están irritados tanto con la forma en la que Sánchez ha gestionado tales problemas como con el método con el que procura mantenerse a flote. Es decir, con los pactos con los catalanes de ERC y los vascos de EH Bildu.

Ante una situación tan enrevesada como poco brillante, lo normal es que la oposición hubiese alcanzado unas expectativas electorales mucho mayores que las que ahora mismo tiene. Y eso nos obliga a preguntarnos por las razones que pueden explicar esta anomalía.

Una primera explicación podría ser la de que los bloques de derechas e izquierdas son inamovibles, hagan lo que hagan sus respectivos Gobiernos.

Pero la experiencia electoral muestra algo muy distinto. A saber, que la derecha ha obtenido mayorías absolutas cuando, por las razones que fuere, el PSOE en el poder flaqueaba. Lo notable es que eso ahora no ocurre. Ni siquiera cuando se pretende argumentar, a partir de las encuestas, que una suma de los escaños del PP y de Vox superaría los 175 diputados.

Las elecciones generales se desarrollan en un escenario que poco tiene que ver con la mayoría de las elecciones de cualquier otro tipo. La presunta sumabilidad del PP y Vox se formula sobre la hipótesis de que sus candidaturas no entren en colisión en las más de veinte provincias que aportan al Congreso cinco diputados o menos.

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Pero, aparte de ese detalle técnico, la sumabilidad de esos dos partidos es problemática por otras razones. En especial porque Vox tendrá que elegir entre ser una especie de marca blanca del PP (como ahora ocurre en la Comunidad de Madrid, por ejemplo) o ser una fiera alternativa de la derechita cobarde.

A su vez, Alberto Núñez Feijóo va a ser puesto en la tesitura de decidir si pactará con Vox o qué va a hacer en el caso de necesitar apoyos. Una cuestión que imagino que el líder del PP tratará de evitar, a ver si puede.

Así las cosas, los electores del sector liberal y/o conservador tienen un problema cuya responsabilidad no se les puede atribuir. Aunque piensen que Sánchez debiera ser derrotado, se encuentran ante una fórmula política que no lo facilita, con dos partidos que, o bien son distintos y no tendría que darse por supuesto que pudieran formar una coalición, digamos, natural; o bien son lo mismo, en cuyo caso debieran explicar a qué se debe esa dualidad tan poco funcional.

«El problema del PP es que no actúa como una representación flexible y amplia de lo que piensan y padecen los millones de electores que en alguna ocasión le dieron su voto»

Las razones de esta situación son históricas, pero también estructurales y bien puede decirse que la derecha política no se encontrará cómoda hasta que no supere esta circunstancia.

La razón histórica está en el Congreso del PP celebrado en Valencia en 2008. En él, la dupla RajoyCospedal, que repitió en 2012 y 2017, proclamó que en el PP no había ninguna necesidad ni de liberales ni de conservadores, que ellos solos se bastaban para hacer las cosas bien.

A partir de este planteamiento, el PP pierde millones de electores y ve cómo surgen partidos (UPyD, Ciudadanos, Vox) que, de alguna manera, tratan de reagrupar a los despedidos por el marianismo.

Dicho sea de paso, ni el PP de Casado, ni el de Feijóo han dado nunca la menor muestra de que sea necesaria una rectificación muy radical (ideológica, se suele llamar) de ese planteamiento.

El problema del PP es que no actúa como una representación tan flexible y amplia de lo que piensan y padecen los millones de electores que en alguna ocasión le dieron su voto y que, salvo peculiares excepciones regionales, no se lo han vuelto a dar. De momento, al menos.

Aquí la razón que explica el caso es estructural. El PP ha llegado a ser una maquinaria muy poderosa que no es capaz de llegar muy lejos, pero que consigue mantenerse a flote para disfrute y beneficio de sus miembros. Dicho de otra manera, el PP no es, aunque lo proclame, un partido popular, sino un partido muy cerrado sobre sí mismo, lo que Jiménez de Parga llamó un partido de empleados.

La consecuencia más importante de este desajuste esencial es que el PP no sabe, o no puede, hacer un programa político que sea representativo de lo que sus electores puedan desear, sino que se conforma con nutrirse de una doble fuente.

La primera, lo que llaman los principios. Algo suficientemente impreciso y desmentido en muchas ocasiones, además, por sus actuaciones efectivas donde han gobernado.

En segundo lugar, de las ocurrencias que, ante la ausencia de verdaderas políticas, tengan a bien poner en circulación los distintos asesores y técnicos de sus cúpulas.

«El PP experimenta una incomodidad terrible ante las cuestiones espinosas que la izquierda le pone a modo de cáscaras de plátano, hasta que acaba por tragar con lo que sea y se dedica a mirar para otra parte»

Para poder hacer un buen programa, el PP tendría que empezar por reconocer el carácter plural de su electorado que va, en el terreno ideológico, desde los conservadores religiosos a los más liberales y laicos, además de un buen centón de bienintencionados funcionarios y muchos buenos ciudadanos que aprecian el orden y la decencia, y que, desde el punto de vista territorial, se compone no sólo de madrileños o gallegos, sino de gentes que sienten su españolidad de manera bastante distinta.

El PP tendría que hacer que eso se tradujera en una importante vitalidad interna en la que los partidarios de unas y otras opciones aprendieran a discutir y a pactar. Que no lo hace así lo demuestra la terrible incomodidad que el PP experimenta ante las cuestiones espinosas que la izquierda le pone a modo de cáscaras de plátano… hasta que el PP acaba por tragar con lo que sea y se dedica a mirar para otra parte.

El gran partido de la derecha precisa, por tanto, una auténtica reforma que le permita ser lo que debiera ser. Una casa amplia, común, popular y abierta. Pero el PP siempre cede al instinto conservador de sus dirigentes y opta por seguir tirando a ver si se llega al poder, y luego ya veremos.

Sin embargo, lo que hemos visto desde el marianismo es que el PP en el Gobierno se suele convertir en una máquina sin apenas alma que acaba expulsada del poder por los que, aunque no tengan idea de administración pública, sí saben hacer política.

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En el año que queda, el PP se va a enfrentar a lo que se conoce como un «experimento decisivo».

Si consigue llegar al poder, tendrá que llevar a cabo una política muy ingrata que, de nuevo, llevará la contraria a lo que hayan dicho antes de las elecciones.

Pero si no llegase, lo que está por ver, tendría que plantearse de una vez un Congreso que dé vida y posibilidades a un partido nuevo, que se olvide de las penosas rutinas de una organización muy poco capaz de dar satisfacciones a sus electores, y que aprenda a hacer las políticas que necesita un electorado amplio y complejo, pero muy cansado de que su voto sirva sólo para que algunos calienten el escaño durante décadas.

Por desgracia para todos, un Congreso capaz de dar a luz un PP distinto y atractivo será mucho más probable tras una decepción profunda que tras una victoria, por pírrica que fuere. Aunque los pesimistas puede que piensen que ni siquiera en ese caso se aprestará ese desvencijado partido a cuestionar lo que permite vivir, y no mal del todo, a una nomenklatura bastante extensa y muy pedigüeña.

*** José Luis González Quirós es filósofo y analista político. Su último libro es ‘La virtud de la política’.