EL PAÍS – 07/10/15 – FRANCESC DE CARRERAS
· Hasta el 20-D, la reforma constitucional ocupará la atención de la opinión pública.
Hasta las elecciones generales del 20 de diciembre, un tema ocupará la atención de la opinión pública: la reforma constitucional. Es natural que sea así. Existe un amplio acuerdo acerca de que algunos cambios son convenientes, tanto para corregir defectos del actual texto que impiden el buen funcionamiento de ciertas instituciones, como para añadir algunos preceptos que los constituyentes consideraron innecesarios. Ahora bien, este justificado entusiasmo reformista debe tener en cuenta, previamente, algunas cuestiones que obligan a ciertas cautelas.
En primer lugar, debe reconocerse que la Constitución de 1978 ha funcionado bien, incluso muy bien. Enumeremos algunas razones de esta afirmación: a) ha permitido asentar un Estado democrático de derecho tras una larga dictadura y en un país con una débil tradición democrática; b) ha permanecido casi intocada durante 36 años, la duración de las constituciones no es un defecto sino una virtud que permite dar estabilidad al sistema jurídico y político; c) ha sido un marco que ha permitido transformar todo el derecho del país, no sólo público sino también privado e, incluso, internacional; d) el artículo 93 CE ha facilitado integrarnos en la Unión Europea y, así, el derecho comunitario ha pasado a ser derecho interno.
Todas estas cualidades, y otras que podríamos añadir, no son debidas a la construcción técnica de la Constitución —que precisamente deja bastante que desear— sino a un valor político insólito en nuestra historia constitucional: el consenso. A veces se utiliza este término como un simple acuerdo a disposición de las partes cuando lo deseable sería interpretarlo como algo más profundo, como un compromiso histórico entre las tradicionales y pugnaces dos Españas con el objetivo, no solo de asumir el actual modelo constitucional como algo propio, como la Constitución de todos, sino por considerar que el consenso debe seguir consiguiéndose en futuras reformas constitucionales, de tal forma que sigan siendo acordadas por un tipo de acuerdo similar.
Si ello es así, debemos extraer tres conclusiones para ser prudentes a la hora de reformarla. Primera, solo modificar lo estrictamente necesario. Segunda, si en alguna cuestión a reformar no se alcanza el consenso necesario, mejor es no proceder a la modificación del texto constitucional y, en lo posible, en su caso, intentar desarrollarlo mediante ley. Tercero, las propuestas de reforma no deben ser utilizadas como armas de propaganda electoral; para ello los partidos que las proponen deberían ofrecer soluciones abiertas y no cerradas, señalar más los problemas a resolver que las fórmulas concretas para solucionarlo y crear un ambiente de disposición al diálogo en lugar de encastillarse en posiciones que luego lo dificulten.
Esta, creo, debería la actitud de los partidos si de reformar se trata, si las propuestas no sirven solo para ganar elecciones.