ANTONIO R. NARANJO-EL DEBATE
  • Sánchez es un golpista moderno que inició su asonada en 2018 y ahora quiere rematarla: si lo logra, España será una inmensa checa de nuevo
Los golpes de Estado modernos no necesitan armas, ni tampoco se tienen que dar desde fuera del sistema democrático vigente. Se pueden perpetrar sin un disparo, y desde dentro, incluso en la cima del poder obtenido primero tras unas elecciones.
Éste es el caso de Pedro Sánchez, que dio muestras de su tendencia a la autocracia desde sus inicios. Todo lo que hizo para llegar a la Presidencia por primera vez lo ha perfeccionado y endurecido al acostumbrarse a un puesto que debe considerar vitalicio.
No aceptó el resultado de las urnas, por dos veces en seis meses; estiró la legislación hasta desbordarla; se alió con los extremos y desechó las aguas templadas de la moderación; criminalizó a sus rivales y conculcó la regla fundacional de la democracia: hay que respetar el voto del pueblo.
Así llegó a la Moncloa, a lomos de un caballo desbocado en compañía del resto de jinetes del Apocalipsis y, ya desde allí, terminó el trabajo que solo podía abordar desde el poder: enterró la separación de poderes, abolió la alternancia por cualquier método, blanqueó a los extremos para asociarse con ellos, malversó la legislación para adaptarla a sus necesidades y sus peajes, acusó a todos sus críticos de conspirar en las sombras, colocó a un peón en cada rincón del Estado y recreó un mundo ficticio paralelo donde los rivales democráticos eran peligrosos enemigos y sus perversos socios, sin embargo, decentes compañeros de viaje.
Cada uno de esos excesos, aislado, ya perfila a un dirigente populista y autoritario, pero todos ellos juntos conforman el perfil canónico de un golpista moderno que, en el caso de Sánchez, acaba siéndolo por necesidad, más tal vez que por convicción, aunque a estas alturas ya no haya diferencia entre el personaje y la persona.
Porque su mentira fundacional necesita de otras que la sostengan, en un bucle infinito e imparable que le ha llevado a dar un golpe de Estado definitivo para satisfacer a los golpistas originales, indultados primero y habilitados después para avanzar en su destrucción a cambio de dejarle a él mantenerse, como un monigote, al frente del Consejo de Ministros.
Solo quedan el Tribunal Supremo, el Senado, algunas comunidades autónomas relevantes y un par de medios de comunicación críticos como auténtica Resistencia en un ecosistema copado por Sánchez y sus secuaces, a quienes ya solo les queda una última fechoría: aumentar la presión a su disidencia para camuflar su rendición ante los verdaderos enemigos de España.
Si Sánchez consigue la investidura, para lo cual tendrá que concederle a Puigdemont el doble que a Junqueras o a Otegi, comenzará el verdadero terror: ahora ha proscrito la crítica, mañana descubrirá la manera de renovar el concepto de checa clásico y confinará en una gigante mazmorra a todo aquel que ose llevarle la contraria.
Será el remate al golpe de Estado ya en marcha, y muy avanzado, y solo podrá evitarse si ahora, antes de que lo culmine, cada uno de nosotros actúa con decencia: unos a la calle, de manera pacífica pero masiva, frente a la Moncloa, Ferraz y cualquier espacio público que pise un socialista con alguna responsabilidad. Y otros en parlamentos, juzgados, estadios, parques, eventos, ayuntamientos y todo aquel rincón capaz de alzar su voz contra este golpe ejecutado a plazos.
O les damos más miedo los demócratas, o vencerán los golpistas.