Cuando el Gobierno vasco dio luz verde a la propuesta de nuevo estatuto vasco, el lehendakari apeló a la comprensión de «los pueblos de España». Se refirió a unos inarticulados «pueblos de España» como si fueran una realidad diferente de las instituciones políticas que vertebran España. En apariencia, el lehendakari actúa como si no existiera España.
El lehendakari Juan José Ibarretxe, tras sufrir en Granada las imprecaciones de un grupo de alborotadores, declaró que aquellos individuos no representaban al pueblo andaluz. Desde luego que no. Ni lo pretendían. Quienes intentaron sabotear la conferencia del presidente vasco exhibían algunas banderas rojigualdas, pero ninguna andaluza, por lo que ellos mismos se identificaban como españoles, al margen de que fueran o no originarios de Andalucía. Ibarretxe, aparentemente, no captó este simbolismo o, lo más probable, prefirió ignorarlo.
Cuando el Gobierno vasco dio luz verde a la propuesta de nuevo estatuto vasco, el lehendakari apeló a la comprensión de «los pueblos de España». No invocó a los poderes del Estado, al Gobierno y al Parlamento, ni a los partidos mayoritarios que representan a la mayoría de los ciudadanos españoles. Se refirió a unos inarticulados «pueblos de España» como si fueran una realidad diferente de las instituciones políticas que vertebran España. En apariencia, el lehendakari actúa como si no existiera España.
El mecanismo mental (o quizás político) que subyace es posiblemente el mismo que el lehendakari viene utilizando en Euskadi cuando apela a los ciudadanos o a diversos colectivos -universidades, patronales, sindicatos, etc.- para soslayar la oposición a los partidos nacionalistas. Ignora a PP y PSE como si éstos fueran realidades artificiales, ajenas a su propio electorado. Obviar el rechazo de populares y socialistas vascos a su plan es pasar por alto el grave déficit de consenso del plan Ibarretxe. Obviar la oposición de los grandes partidos y de las instituciones del Estado es desconocer el alcance de los adversarios a los que se enfrenta.
La izquierda abertzale hizo algo parecido. A partir de 1998 fue consciente de que el Estado estaba dispuesto a utilizar todos los resortes legales contra ella, pero lo único que se le ocurrió fue organizar un baile de máscaras: disolvió KAS y creó Ekin, borró las siglas de HB y nació Euskal Herritarrok, luego Batasuna, luego Sozialista Abertzaleak. Hizo el juego de trileros para ocultar la carta marcada de ETA. Lo único que no hizo fue lo que le hubiera salvado: romper con el terrorismo y renunciar a la gestión política del crimen.
Algo de esta ceguera ante lo evidente se manifiesta en la actitud del nacionalismo, que ha lanzado su plan maximalista por procedimientos discutibles en el momento en que el Estado está más dispuesto que nunca a utilizar todos los recursos que tiene en su mano para frenarlo. Y esa decisión es compartida por populares y socialistas, al margen de sus grandes diferencias en otros campos. Quizás sea porque España es una realidad superior a los diferentes componentes que la integran, de la misma forma que un reloj es algo más que la lista de sus piezas. El nacionalismo y su líder, el lehendakari, deberían integrar en sus ecuaciones políticas la variable de la existencia de España para no verse luego desagradablemente sorprendido.
Florencio Domínguez, EL CORREO, 24/11/2003