El Correo-J. M. RUIZ SOROA

Aquellos antifranquistas que hoy algunos pretenden colocar en nuestro altar fundacional no eran demócratas. Lo suyo era la revolución y la nueva sociedad fraternal o soviética

Santos Juliá dio hace ya tiempo con la expresión perfecta para describir lo que se hizo en la Transición: «Se echó al olvido el pasado». Que no es lo mismo que olvidarlo o negarse a recordarlo, sino algo muy distinto: tener tan presente el pasado histórico como para decidir conscientemente que no influya en el presente. Lo que se celebró colectivamente en la Transición (desde Carrillo a Suárez, desde Pujol a Arzalluz) fue un pacto para no utilizar políticamente el pasado. Ni más ni menos.

Precisamente porque ese fue el pacto unánime, el régimen nacido en 1978 se funda y se legitima en algo tan sencillo como la inclusión. Nuestro pasado estaba lleno de ‘guerracivilismo’, de intentos de exclusiones de unos por otros, incluso de exterminio del otro; cada nueva Constitución o cada nuevo régimen se hacía contra alguien, para arrebatar el poder a alguien y para excluirlo de la política. Por primera vez en el siglo XX nació un régimen que se fundaba en la inclusión y, para lograrla, echaba al olvido todas las pasadas exclusiones. Más que democrática –que lo era–, la del 78 fue la Constitución inclusiva. Ese fue el secreto de su éxito.

Bueno, ahora hay quienes optan por cambiar de paradigma fundacional y reabrir el pasado. Para echárselo en cara a la derecha, esa del irrompible cordón umbilical con el franquismo. Nuestra democracia, dicen, debe estar asentada y legitimada en el antifranquismo o antifascismo, como sucede en otras europeas. El antifascismo sería el referente histórico de la democracia actual, la memoria que debería cultivarse en la escuela, pues del antifascismo habría nacido el régimen democrático liberal en que habitamos.

Bueno… pues no. No es así. Esta idea es una radical falsificación de nuestro pasado. No hablo del de otros países, allá cada uno con su historia. Pero en el caso español no puede afirmarse sin faltar a la verdad que la democracia actual enlaza con el antifascismo de 1936. Aunque para demostrarlo es preciso reabrir la memoria. Pero la memoria completa, no sólo la de una parte.

Empezando por lo más obvio, es claro que todo demócrata era y es antifascista. Pero la lógica no funciona al revés: no todo antifascista era y es demócrata. Roosevelt, Churchill y Stalin eran furibundos antifascistas, lucharon juntos en gran parte de la Segunda Guerra Mundial contra el fascismo. Pero no por ello eran todos demócratas liberales ni defendían el mismo tipo de sociedad. Unos defendían un modelo de sociedad abierta, que es el que hoy tenemos y llamamos democracia, más conservadora o más progresista, pero democracia. Otros como Stalin defendían e implantaron un tipo de régimen político y sociedad cerrada que (a pesar de llamarse con notable abuso semántico como democracia) nos resulta abominable por su tiranía y su desprecio por los derechos humanos. Por tanto, las democracias actuales no se fundan en el antifascismo, sino en los derechos humanos.

Vale pues, pasemos al caso español. Cierto, la mayor parte de las fuerzas políticas que lucharon contra Franco fueron sí antifascistas, pero no fueron demócratas porque el suyo era un antifascismo revolucionario que pretendía implantar una sociedad anarquista o socialista a través de la dictadura de clase. Antifascistas y demócratas, las dos cosas a la vez, fueron muy pocos, salvo que aceptemos llamar «democracia» a sus versiones soviéticas, marxistas o utópicas ácratas.

El comunismo, el anarquismo y gran parte del socialismo (el de Largo Caballero) nunca asumieron como suyo el marco republicano estándar de un Estado de Derecho liberal y progresista, sino que proclamaron que aquello era una mera democracia burguesa que inevitablemente había de superarse para establecer la democracia socialista o ácrata real y verdadera. Lo intentaron de vez en cuando por la fuerza entre 1931 y 1936 y, cuando el Ejército dio el golpe ese año, aprovecharon la ocasión para emborracharse en una serie de ensayos revolucionarios que hundieron a la República y le privaron de cualquier posibilidad de resistir a los franquistas.

Claro que fueron los militares los que acabaron con la República. Pero no lo hubieran conseguido, probablemente, si los antifascistas revolucionarios no hubieran desencadenado ese mismo día sus revoluciones particulares, no hubieran licenciado a la parte leal del Ejército y a la parte adicta de la Guardia Civil y la Guardia de Asalto (que eran la mitad), y no hubieran dejado sin brazos ni fuerza para defenderse al Estado republicano. Y sin rostro, pues si no hubieran repartido armas entre las milicias sindicalistas no se hubiera producido el caos sangriento y el terror que tuvo lugar. Una estampa de caos y persecución social y religiosa que fue la principal motivación para que el Gobierno británico se pusiera contra la República y obligara a Francia a hacer lo mismo, condenando de esta manera a la República a la indefensión ante el ejército de África. Todo ello sucedió porque aquellos antifascistas o antifranquistas que hoy algunos pretenden colocar en nuestro altar fundacional no eran demócratas ni querían defender un régimen republicano burgués que despreciaban. Lo suyo era la revolución y la nueva sociedad fraternal o soviética. Por ello lucharon y murieron a manos de Franco. Su experiencia ha de ser juzgada en su contexto histórico y en la sociedad profundamente injusta que les tocó vivir, condenar desde la seguridad del presente a unos seres a los que les tocó un marco de atraso e injusticia estremecedores sería de un simplismo notable. El mismo que cometen los que pretenden convertirles ahora en unos demócratas con cuyos ideales estaría edificada nuestra actual democracia. Así que si volvemos a abrir el baúl del pasado, abrámoslo para todos. Sin trampas. Aunque ¿merece la pena?