Miquel Giménez-Vozpópuli
- Odiadores de profesión, vocación y faltriquera avanzan cada día. Hasta que volvamos a la lucha fratricida
La expresión ‘machadianamente bueno’ se emplea para referirse a alguien dulce y amable. Antonio Machado fue bueno en vida y obra, aunque ejemplifique en ambas la tragedia de esta tierra, porque no hay manera de concebirlo si no es a través de la fatalidad. ¿Cómo entender, si no, que quien escribió “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero” acabase glosando a Líster en un verso que finalizaba con “Si mi pluma valiera tu pistola de capitán, contento moriría”? ¿Qué infectó al poeta, a su generación, que nos está infectando ahora para que limoneros, bondad, rosas, filantropía y amor se truequen en puños fuertes, olor a pólvora, carne de muerte y pistolas? ¿Tanto nos puede el odio cainita, tan espesa y amarga es la hiel que regurgita en cada generación que no sabemos ponerle freno e identificar esta enfermedad que nos aqueja siglos ha?
Comparar los dos poemas de Machado es ver el ama española, aquella que, siendo capaz de las mayores proezas lo es también de las mayores atrocidades. Nadie pretenda escapar de esto aduciendo que los del otro lado son peores, porque el horror es igual enarbole la bandera que sea, y si la matanza de Paracuellos del Jarama hace estremecer, no es menos espeluznante la de la plaza de toros de Badajoz. Pero cuando las plumas valen menos que las malditas armas, esas desgracias se denigran solo en función de si los muertos son de los tuyos o de los suyos, si quienes ejercen de verdugo comulgan con tus ideas o no.
Y he ahí que la piedra tirada con violencia en Barcelona hace ondas en Madrid, y se multiplican ecos y piedras hasta que las noches se vuelven día a la luz de hogueras de rabia, del gansterismo que grita de la mano del terrorista acompañados por el coro de los imbéciles que solo saben romperlo todo porque son incapaces de construir nada. Solo falta superar el último escalón, el del muerto, el de la víctima que no podía saberse que iba a producirse, el fallecido que reclamarán unos u otros, el teniente Castillo o el Calvo Sotelo de ahora, detonantes sin saberlo.
El sábado casi muere un policía municipal en la Rambla barcelonesa, al lado del Hotel Oriente que tantas figuras famosas acogió en sus tiempos, del lugar donde un grabado de Miró adorna el suelo de la avenida del mundo. Tenía que ser en esas mismas Ramblas en las que, tocando al mar, sonaron los disparos de militares alzados el dieciocho de julio y de los anarquistas parapetados tras lo que encontraban, las mismas Ramblas en las que republicanos al servicio de Stalin secuestraron a Andreu Nin en un viaje hacia su muerte oscura y clandestina. Son las Ramblas que han oído vivas y mueras de todos los colores, las Ramblas que uno sueña llenas de gente que pasea charlando amigablemente sin otra preocupación de no llegar tarde a casa, porque es fiesta y habrá arroz para comer. Esas Ramblas donde los primeros amores deambulan erráticos con pasión teñida de inocencia, la de los que se sientan a ver pasar la vida mientras la suya es contemplada por el paseante. Son las Ramblas de aquellos que ya no están, gentes que hablaron siempre de paz, de concordia, de amor fraterno, gentes que eran buenas en el sentido machadiano del término, gentes que nunca quisieron que su pluma valiese lo que una pistola porque sus manos estaba demasiado ocupadas en acariciar a sus hijos, estrechando manos de amigos o pasando las páginas de un libro.
Pero el tiovivo en el que estamos toca de nuevo pasar por noches de hogueras siniestras, por el odio al otro, el crimen revestido de legalidad y el criminal con cargo. Noches que siempre acaban con alguien aporreando una puerta, arrancando a alguien de los suyos para segar su vida en un oscuro sótano o en una carretera abandonada.
Si mi pluma valiera nuestra España, la de los que no siendo ni de unos ni de otros nos sentimos asqueados viendo a ambos, no sé si moriría contento. Porque dicen que se muere como se vive y, la verdad, es muy difícil sentir alegría ante el hundimiento de toda una sociedad que fue libre, feliz y próspera y ahora está presa de sus peores pasiones y abocada a la miseria más absoluta. De todos modos, mi pluma no vale nada y menos ante aquellos que destilan veneno en sus miradas, ajenas a cualquier sentimiento de humanidad.
Esto acabará mal.