Si no te sale de dentro…

 

Numerosas imágenes captadas durante las últimas semanas nos indican que el odio inoculado durante décadas no podrá desaparecer de la noche a la mañana. No creo que hayamos salido, como sociedad profundamente enferma, de la Unidad de Cuidados Intensivos.

Los pasos dados por Sortu, Bildu o cualquier otra formación que pudiera surgir en ese mundo (es decir todas aquellas posibles siglas integradas por personas que hasta hace bien poco aplaudían o cuando menos se negaban a condenar la violencia terrorista) hacia parámetros de normalización política han desatado toda una cascada de comentarios y debates en nuestra sociedad mediática. A pesar de que han surgido voces claramente opuestas a su participación en la vida política, en general esta declaración de intenciones ha sido acogida con esperanza y ha sido valorada, insisto que con diferencias en los matices, como un avance y una oportunidad para caminar hacia una sociedad vasca normalizada.

Aunque me encuentro entre quienes apuestan por esta segunda posibilidad, debo también confesar que determinadas imágenes tomadas en las últimas semanas hacen que mis deseos no coincidan con la realidad y que mi optimismo se vea atemperado por una evidente situación de metástasis social que no desaparecerá (coincido con las apreciaciones hechas por el profesor Javier Elzo) de un plumazo. Todos hemos visto a través de los medios de comunicación cómo grupos de jóvenes, y no tan jóvenes, jaleaban a supuestos victimarios ante su detención por parte de las fuerzas de seguridad. Hemos comprobado cómo se rinde homenaje a quien ha asesinado, obviando la afrenta que este hecho encierra para con las víctimas del mismo. El acto lúdico-deportivo-festivo más importante a favor del euskera, desarrollado hace unos días por toda la geografía vasca, una vez más, ha sido acompañado en numerosas localidades por las fotografías de asesinos confesos que reiteradas veces han alardeado de su crimen sin exteriorizar ni un gesto, no ya de arrepentimiento, sino de compasión. Todas estas metáforas inquietantes están ahí, son evidencias objetivables, no han desaparecido y nos indican, una vez más, que el odio inoculado durante décadas no podrá desaparecer por arte de magia de la noche a la mañana. Por lo tanto, concluyo, no creo que hayamos salido, como sociedad profundamente enferma, de la Unidad de Cuidados Intensivos.

Mucho me temo que la actitud tomada por muchos militantes o simpatizantes de eso que algunos denominan de forma eufemística nueva mayoría social vasca, no obedece a una creencia ética en los valores ahora aceptados: respeto al diferente, inmoralidad del asesinato del discrepante, convivir juntos y diferentes en un proyecto común, posibilidad de identidades compartidas, etc�.; más bien, y desearía equivocarme, me inclino a pensar que esta conversión, todavía reciente, responde a estrategias de posibilismo político y necesidad de recuperación de espacios sociales perdidos. Este supuesto no niega que la nueva situación creada sea negativa para nuestro futuro. Es evidente que la falta de terror sólo puede ser beneficiosa para todos, en primer lugar para quienes pudieran ser víctimas de las balas asesinas; no obstante la falta de sustrato ético y la consideración del recurso al terrorismo como «contraproducente en este momento» podría hacer factible su resurrección en un futuro si se observara éste como políticamente rentable. Tampoco se aclara si por violencia se entiende tan sólo la muerte física o podrían permitirse otras formas de violencia «de baja intensidad» como el hostigamiento, la estigmatización, la exclusión social o, simplemente, la falta de afectos. La verdadera respuesta a estas preguntas, eso que anida tan sólo en la mente de quienes han movido los hilos de este «giro democrático», no lo podemos conocer los ciudadanos de a pie, ni nuestros ministros, ni los miembros del tribunal que juzga la pertinencia o no de participar activamente en el juego político de quienes hasta hace poco celebraban la eliminación física o social de sus contendientes. Repito, no lo conocemos y por lo tanto en un régimen garantista sería procedente aceptar su participación cuando no existen indicadores objetivos que indiquen lo contrario. Ciertamente este discurso es legítimo, pero hemos de reconocer que con esa misma legitimidad muchos otros pueden aducir que si bien aceptan la llegada a la democracia de quienes recientemente rompían urnas, sus reservas, temores, suspicacias e incredulidades no desaparecerán sino con el paso del tiempo y con el real ejercicio de una ciudadanía crítica, pero respetuosa para con los derechos de todos los demás. Fundamentalmente de quienes no piensan como ellos.

Muy bien podría aplicárseles una vieja jota que, recuerdo infantil, se cantaba en las fiestas de mi pueblo:

Si no te sale de dentro,

no me digas que me quieres,

si no te sale de dentro.

Que árbol de pocas raíces,

se lo lleva cualquier viento.

Jesús Prieto Mendaza, EL CORREO, 1/5/2011