ANTONIO R. NARANJO-EL DEBATE
  • El autócrata disfrazado solo podrá tener un plan si logra su investidura: imponer un régimen democrático con apariencia de Estado de Derecho
No somos del todo conscientes de la envergadura y trascendencia que puede tener una investidura de Sánchez, de la que paradójicamente solo puede salvarnos Puigdemont si de verdad cumple con su palabra, no cede ni un ápice en sus pretensiones y el aspirante socialista no las puede atender en el tiempo y las formas exigidas, por mucho que su voluntad sea hacerlo.
Que lo es: nunca serán sus escrúpulos un límite, pero sí su palabra para el resto. Lo que no esté firmado y aprobado no será nunca, para sus interlocutores, un contrato válido. Porque Sánchez es bien capaz de vender a su familia para lograr una reserva en un restaurante, pero también de desdecirse una vez sentado en la mesa si no hay algo más que un compromiso verbal. Todo el mundo sabe que Sánchez miente a la mentira y que nada es vinculante para él salvo su propio interés.
Por eso, si logra su objetivo, será a un precio aún mayor del que acabará pagando sin problema: una amnistía vinculante hasta para Pujol, Negreira y Putin si hace falta; un atraco a toda España para devolverle a ERC el dinero que se gastó en montar un Golpe de Estado y arruinar a los catalanes; un referéndum de independencia programado a final de legislatura y bautizado con un eufemismo indecoroso para disimular y un relator internacional para que parezca que tratábamos a Cataluña como Sudáfrica al Soweto de Mandela.
Eso será el anticipo, infumable, pero lo peor vendrá si el pequeño sátrapa renueva la púrpura y, ya sin ninguna necesidad de disimular ni posibilidad de hacerlo, emprende una nueva legislatura infernal.
Porque si en la anterior colocó las bases para legalizar a la fuerza sus excesos, situando a peones en todas las instituciones y anulando la separación de poderes como un Chávez encorbatado cualquiera; en la siguiente culminará su gran proyecto: evitar la alternancia democrática, eternizarse en el poder y aplicar, con puño de hierro, un nuevo régimen constituyente que solo mantendrá la apariencia democrática para calmar a la estúpida Europa pero tendrá todos los ingredientes de una autarquía.
En el viaje de pactar con el populismo y todo el separatismo va incluida la imposibilidad aritmética de relevar a Sánchez, especialmente remota en un modelo de Estado donde todos los contrapoderes, los procedimientos y los obstáculos habrán quedado derribados: desde la barrera constitucional hasta el sistema de recuento electoral son ya inexistentes, débiles o bajo sospecha, y a todo ello se le sumará una persecución aún más clara de la crítica mediática, la oposición política y hasta la Corona; todo ya ensayado en cinco largos años de asalto sistemático a los pilares del Estado de Derecho.
El plan de Sánchez no es totalitario por convicción, tal vez, pero sí por necesidad: no se puede robar a la ciudadanía sus derechos, como se los está robando, sin imponer a la vez un sistema nuevo que legitime cada uno de los pasos dados hasta ahora para llegar a tan nefanda meta.
Sánchez tiene en su investidura la batalla más aparatosa del momento, pero su guerra es otra. Y si vence en el primer lance, poco pude dudarse ya de qué hará para obtener la victoria definitiva. Que no es otra que la consecuencia inevitable del Golpe de Estado que ahora mismo ejecuta: un régimen autoritario y predemocrático con apariencia, cada vez más tenue, de democracia occidental. Lo peor, con ser todo lo visto horrible, está por llegar.