IGNACIO VARELA-El Confidencial
- Cuando Biden, en su calculadísimo discurso del miércoles, dijo que los sucesos del Capitolio “bordean la sedición”, estaba sentando las bases de una futura incriminación del jefe del motín
Tampoco es disparatado evocar lo que hicieron los dirigentes de la insurrección en Cataluña en octubre de 2017. Carlos Alsina recordó este jueves el texto de nuestro Código Penal que tipifica el delito de sedición (alzamiento público y tumultuario para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las leyes o a cualquier autoridad el legítimo ejercicio de sus funciones). Se ajusta como un guante al comportamiento de Trump y su ejército de gorilas. En Cataluña y en Washington, se hizo un uso subversivo del poder conferido por la democracia para reventar el orden constitucional y sustituir el imperio del derecho por una situación de hecho.
Cuando el presidente electo Biden, en su calculadísimo discurso de la tarde noche del miércoles, dijo que los sucesos del Capitolio “bordean la sedición”, estaba sentando las bases de una futura incriminación del jefe del motín y de sus cómplices; y, a la vez, abriendo una rendija para su rendición voluntaria (en ese momento, no había ninguna seguridad de que la jornada no desembocara en un baño de sangre).
No hay solo similitudes españolas. Utilizar el poder conseguido en la democracia para desnaturalizarla hasta acabar con ella es lo que han hecho Hugo Chávez en Venezuela (lo completó Maduro) y Daniel Ortega en Nicaragua. Lo que están en proceso de consumar Orbán en Hungría, Morawiecki en Polonia, Erdogan en Turquía y Putin en Rusia. Lo que muchos franceses temen que podría intentar Le Pen si unas elecciones la llevaran al Elíseo, o Salvini y Meloni en Italia (no profundizaré en otras fundadas aprensiones españolas, voxistas, podemitas o procesistas).
Trump no ha inventado nada: con todos los matices que distinguen cada caso, la historia moderna está repleta de antecedentes. Ello confirma que hasta las democracias más sólidas se vuelven vulnerables cuando se las ataca desde dentro. Lo han entendido muy bien todos los nacionalpopulismos del mundo, y los demócratas deberíamos asimilarlo antes de que sea tarde.
Estremece pensar lo que habría podido suceder en Estados Unidos si el resultado electoral hubiera sido mucho más ajustado y todo dependiera de un puñado de votos en uno o dos estados. Ese era el escenario buscado por Trump desde que las encuestas le mostraron que perdería las elecciones. Es muy dudoso que, en ese supuesto, los líderes republicanos se hubieran negado a colaborar con el golpe. Fue necesaria una distancia abismal de siete millones de votos populares y 84 delegados en el colegio electoral para hacer inútil la asonada.
Por no pensar en la hipótesis de que el golpista hubiera ganado la elección. Tras comprobar la ralea del personaje, cabe preguntarse qué habría quedado de la Constitución tras cuatro años más de Trump en el poder. Hoy sabemos con certeza lo que antes presentíamos: que el 3 de noviembre no solo se jugó una presidencia, sino la democracia en Estados Unidos (lo que equivale a decir la democracia en el mundo).
Los sucesos del Capitolio refuerzan la idea de que la batalla política decisiva de nuestro tiempo no es la que enfrenta la izquierda con la derecha, sino la que se libra entre la democracia representativa y el nacionalpopulismo de vocación totalitaria (perdón por las redundancias). Para un verdadero demócrata de derechas, siempre será más fiable un demócrata verdadero de izquierdas que un populista de derechas. Y lo mismo en el sentido inverso. En este momento histórico, la diferencia ideológica trascendental no se establece por los programas, sino por la actitud ante la institucionalidad democrática y la supremacía del principio de legalidad.
Una democracia está razonablemente segura cuando sus gobernantes recuerdan este principio esencial y actúan en consecuencia, como Merkel en Alemania o Macron en Francia. Se entra en zona de riesgo cuando los partidos institucionales de la democracia caen en la conchabanza con los populistas de su presunto espacio ideológico. Y se encienden todas las luces rojas cuando a estos se les abren las puertas del poder.
La política española está lastrada por la alianza sanchista con populistas y separatistas y por la emergencia de una extrema derecha nacionalpopulista que maniata y condiciona la derecha democrática. El mayor peligro para nuestra democracia no vendrá de la pandemia, ni de la depresión económica y social, ni de la ínfima calidad y el descrédito de los dirigentes, aunque todos ellos son factores coadyuvantes. La amenaza principal viene de la venenosa colusión, en ambos lados de la trinchera, de los partidos institucionales con las fuerzas impugnatorias del sistema. Ello ha traído la quiebra de todos los espacios de acuerdo transversal, la polarización sectaria de la política, el deterioro sistemático del orden jurídico, la ineficiencia frente a las crisis y el bloqueo crónico de todas las reformas estructurales que necesita el país, que ya se prolonga más de un lustro. Solo estar en la Unión Europea nos libra del precipicio.
Además de crear en su país un clima de guerra civil, Trump ha sido el principal promotor y vertebrador de las fuerzas nacionalpopulistas en todo el mundo. Un agente desestabilizador de las democracias en el espacio global. Afortunadamente, su peligrosa estancia en el poder puede haber sido un paréntesis, pero, como mínimo, deja heridas que tardarán en sanar y decenas de millones de ciudadanos intoxicados de furia y mentira, campo abonado para que reaparezca el virus encarnado por cualquier otro (voluntarios no faltarán).
Más allá de lo que este episodio suponga para la maltrecha convivencia en Estados Unidos, la moraleja global es evidente: si aprecias la democracia, no entregues el poder a un nacionalpopulista. Y si lo haces, no te extrañe terminar siendo como él.