Miquel Escudero-El Correo
Entre los siglos XIX y XX hubo en Rusia un autodidacta que hoy es considerado precursor de la conquista del espacio: ideó materiales capaces de soportar altas temperaturas, adaptarse al estado de ingravidez o hacer posible la propulsión de los cohetes. Se llamaba Konstantín Tsiolkovski y, desde la perspectiva que da el ver a la Humanidad como una sola familia en la que restablecer vínculos, escribió este párrafo: «La Tierra es la cuna de la Humanidad, pero la Humanidad no puede permanecer siempre en su cuna para siempre. Es hora de conquistar las estrellas, de ampliar el espectro de la conciencia humana». Es un pensamiento elevado, animoso, intrépido.
En nuestros días, hay gente organizada desde los poderes públicos que promueve la conciencia de extranjería, lo contrario de restablecer vínculos en la única familia de la Humanidad; la identidad común que iguala y dignifica a sus integrantes. A los de afuera se les hace notar que lo son, pero ‘generosamente’ se les invita a ‘incorporarse a su nación de acogida’ y asumir un conjunto de reglas y dogmas impuestos por los señores de la tierra. Por supuesto, a estos les encanta hacerse el extranjero con el resto de compatriotas que emplean habitualmente otra lengua; el asunto es establecer fronteras, también en casa. Y, si se les antoja o les conviene, acosar.
En Cataluña se exige ahora para entrar en la función pública el nivel C1 de catalán, el segundo más alto de los cinco que se ofrecen. ¿Por qué? No se exige, en cambio, ningún nivel de castellano. ¿Y si éste fuera necesario para acceder a una plaza en el resto de España, se sentirían discriminados algunos de mis paisanos o no?