Siete millones

Ignacio Camacho-ABC

  • Apps, descargas, contraseñas…barrera tras barrera. La vida les cambia las preguntas cuando creían saber las respuestas

Si las autoridades van a generalizar el pasaporte Covid, que se acuerden por favor de las personas mayores. Esa generación que se ha llevado los golpes más duros de la pandemia tiene derecho a que le pongan las cosas fáciles y el certificado digital es un engorro para las personas nacidas antes de 1950, que son unos siete millones de ciudadanos españoles. No todos tienen cerca un hijo, una nieta o un yerno que les ayude a ‘bajarse’ el dichoso código QR, guardarlo en el teléfono y saber cómo localizarlo cuando se lo pidan para tomarse un café, pasar a un hospital o entrar en un comercio. Y no digamos en un aeropuerto: la mayoría de nuestros padres o abuelos se ven en apuros serios para rellenar el largo y complejo formulario de salida al extranjero. Han hecho lo posible y lo imposible por adaptarse a los tiempos pero no cabe pedirles más esfuerzo. El empeño de supervivencia que les ha permitido llegar a viejos merece que las administraciones se tomen la molestia de facilitarles el salvoconducto impreso sin hacerles sentirse como pobres analfabetos.

Ya sufren lo suyo en los bancos, cuya reconversión les ha complicado la vida. Aquella irracional multiplicación de oficinas, fruto del proceso de fusiones, ha desembocado de golpe en clausuras masivas y las que quedan abiertas exigen cita o tienen colas eternas que convierten en un tormento cualquier gestión de rutina. La atención al público es limitada o ha sido suprimida y toda la digitalización parece pensada ex profeso para -además de reducir personal- alejar de las sucursales a los pensionistas que pasaban a revisar sus exiguas cartillas o pagar en efectivo el recibo de la energía. La revolución tecnológica les ha impuesto sin contemplaciones ni sensibilidad un cambio de paradigma, los ha forzado a una migración que ya no es física sino intelectiva y los ha empujado al desasosiego de enfrentarse a situaciones desconocidas que sólo pueden resolver con el auxilio de los más jóvenes de la familia.

Y ahora, tras sufrir la embestida del virus, ver la muerte cara a cara y recibir la vacuna como un relámpago de esperanza, temen verse en un nuevo desamparo a la hora de mostrar la acreditación sanitaria. Se les ve implorar en los ambulatorios, con una zozobra transparente en la mirada, un papel que puedan llevar en la cartera ignorando que no les va a servir en según qué circunstancias. Hasta el lenguaje al uso los sume en una confusión desabrigada. Se sienten náufragos al oír hablar de las ‘apps’, de la nube, de las descargas. Otra barrera, otro obstáculo que superar, otra maldita contraseña que retener en una memoria cada vez más borrosa y más incierta. Otra puerta cerrada, protegida con un fárrago de claves herméticas. Otra vez la sensación de angustia ante la amarga sospecha de que la existencia les ha vuelto a cambiar las preguntas cuando creían haber empezado a conocer las respuestas.