Miquel Escudero- Crónica Global
Leo las siguientes líneas: “Ya vendrá el día en que nuestros descendientes, indignados, se queden boquiabiertos ante la lectura de nuestra historia, y den a esa inconcebible demencia el nombre que se merece”. Transmiten una idea que admite distintas realidades: la confianza en que un estado de cosas se va a mostrar, al cabo de unos años, como rotundamente intolerable. Sucede que fueron escritas hace más de dos siglos y apuntaban a la discriminación social.
Su autor es el abate Emmanuel Sieyès, nacido en Fréjus, una localidad situada a cuarenta kilómetros de Cannes. Al poco de la toma de la Bastilla, se acogió a la constitución civil del clero (que tuvo vigencia durante diez años y que cargaba al Estado la remuneración del clero) y renunció al sacerdocio. Sieyès sobresalió en 1788 (tenía 40 años de edad), cuando –debido a la bancarrota de Francia– el rey Luis XVI convocó los Estados Generales en Versalles; hacía siglo y medio que no se reunían. Sieyès no quiso sentarse junto al clero y optó por hacerlo con el Tercer Estado, es decir, con todos los que no eran nobles o clérigos y no tenían privilegios.
Aquel año previo a la Revolución Francesa, publicó de forma anónima un Ensayo sobre los privilegios, que meses después sería completado con su más célebre panfleto ¿Qué es el Tercer Estado? Él promovió y presidió la Asamblea Nacional y fue uno de los redactores del Juramento del Juego de la Pelota que llevó a la Constitución de 1791, y escribió cosas que siguen resonando. Todavía hoy prosigue la inconcebible demencia que denunció con vigor, renovada con diferentes cubiertas.
Distinguía el abate Sieyès las recompensas de los privilegios, a los que calificaba de “una triste invención, desaliento para los demás”. Quien tenía impreso el carácter sacerdotal exponía que: “Una voz secreta habla sin cesar en el fondo de las almas enérgicas y puras a favor de los débiles”. Pero esa misma voz bramaba en contra de la casta de los nobles que usurpaba los mejores puestos. Se refería a hombres que, sin funciones ni utilidad, gozaban de privilegios que iban con su persona.
Hoy podemos extender la proyección de aquella casta privilegiada a los que se someten incondicionalmente a los dogmas y a las prescripciones de quienes controlan el poder; no importa que este haya sido obtenido por las urnas. Con excesiva frecuencia, tras las votaciones no se elige como asesores y cargos de libre designación de las instituciones públicas a los mejores sino a los amigos, a los nuestros, despreciando la excelencia, la justicia y la eficacia. Se perjudica así el beneficio social, en provecho de unos grupos de presión. ¿Debemos resignarnos a esta inexorable práctica común a todos los partidos políticos?
Para Sieyès, “el falso sentimiento de superioridad personal es tan importante para los privilegiados que pretenden generalizarlo a sus relaciones con los demás ciudadanos”. Procuran identificarse y no ser confundidos, estar siempre al lado de los escogidos, de los ganadores, de los bienpensantes. Esto sigue ocurriendo, y doy por descontado que es inherente a la condición humana; una tentación que a muchos seduce de forma imparable.
Hay, además, cargos privilegiados que se sienten tanto más satisfechos de sí mismos cuanto más vejan al prójimo. Con ironía y buen humor, Sieyès decía no poder explicarse “por qué no se ha añadido en la puerta de las iglesias un cepillo, si es que no existe ya, para la pobre clase privilegiada”. Pero no hace demasiado tiempo que esto se ha visto por aquí, entre nosotros. Colectas para oligarcas oprimidos.
Sería oportuno considerar también cuántos individuos y pueblos pretenden, fingen o creen ser superiores a los demás. Haber nacido en un lugar afortunado y rico abre oportunidades que otros no tienen, pero no te hace merecedor de nada. Es un privilegio que obliga. Sin embargo, muchos alardean como pavos reales de ser únicos e incomparables. ¡Cuántos ignoran su absoluta ridiculez al atribuirse éxitos ajenos a ellos! Algunos lo hacen además de forma desaforada y despectiva. En el caso del fútbol, por ejemplo, no juegan ni marcan goles, pero se apropian de la labor de sus empleados, con frecuencia no nativos. Y, así, incluso yendo de progres, escarnecen a los débiles.