Siglo adentro

Juan Carlos Girauta-ABC

  • El siglo XXI trajo consigo la devaluación de lo tangible

En las postrimerías del siglo XX cayó el bloque soviético y los pueblos dormidos se removieron. Las fronteras europeas se alteraron por primera vez desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. El fuego volvió, con crímenes raciales, al polvorín que Gavrilo Princip había volado con su Browning a principios del verano de 1914, cuando disparó contra Francisco Fernando y Sofía.

El siglo de los totalitarismos, del genocidio industrial y de la pérdida de sentido quería cerrarse donde se había abierto, en Sarajevo, en un macabro guiño del destino. Pero del mismo modo que la fragilidad del muro de Berlín había escapado a los estudiosos a pesar de los abrumadores indicios de disgregación del imperio comunista, casi nadie previó la índole del nuevo siglo. Apenas algún autor ajeno a la academia advirtió a principios de los noventa de lo arrollador y determinante que iba a ser internet. Lo que realmente iba a trastornar el mundo, empezando por la división del trabajo y acabando por la auto percepción, era esa incipiente revolución en las tecnologías de la información, afortunado subproducto educativo de un proyecto militar.

El siglo XXI trajo consigo la devaluación de lo tangible. Tratar con los componentes y las manufacturas se consideró un engorro, pues era en los eslabones intelectuales y creativos donde se acumulaba el mayor valor de la cadena. Lo material bien podía encargarse a terceros, que producirían con la máxima calidad gracias a la mano de obra especializada disponible en los recién liberados satélites soviéticos. Y en los llamados tigres asiáticos, cada vez más fiables en lo técnico y en lo jurídico. Y, sobre todo, en China. La mano de obra barata y las facilidades ofrecidas por países en busca de inversiones directas se tradujeron en una importantísima reducción de costes para las empresas, y de precios para los consumidores. En la industria, solo los muy imaginativos y afortunados pudieron mantener la competitividad sin recurrir a la externalización de lo físico.

Se llamó «estallido de la burbuja puntocom» a la desaparición masiva de empresas virtuales. Aún no se ha examinado tanto error en su completa estupidez. Se diría que flota una vieja vergüenza. Un gran diario creyó haber dado con la piedra filosofal: los españoles (y luego todos los hispanos) encenderían el ordenador por la mañana y lo harían todo desde un portal que sería el suyo. La vacía blancura de Google frustraría ese y muchos otros sueños de mercados cautivos. Francia, en su línea, buscó la excepcionalidad y trató de imponer su propia red de redes, sin influjo americano. Habría necesitado una dictadura à la chinoise.

Mientras Occidente se terciarizaba más allá de lo prudente, una paulatina y general dependencia convirtió a un puñado de empresas tecnológicas americanas en las más valiosas y poderosas del mundo. Actualmente diseñan marcos mentales y se imponen a la Casa Blanca.