Trumpismo sin Trump

Ignacio Camacho-ABC

  • Si las teles españolas cortasen al presidente por mentir, como las americanas, Sánchez jamás saldría en pantalla

Aunque Trump haya perdido las elecciones, salvo que presente evidencias que convenzan a los tribunales de lo contrario, parece prematuro dar al trumpismo por acabado. En Estados Unidos es muy probable que los republicanos, que ya empezaban a hartarse de él, lo consideren amortizado a corto plazo, pero en Sudamérica (Bolsonaro) y en Europa quedan bastantes epígonos con un recorrido relativamente largo. Y no todos, por cierto, reconocen como Vox o la Liga italiana la abierta simpatía que les inspira su liderazgo; existen también antagonistas que copian buena parte de sus tácticas y de sus rasgos y proclamándose teóricos adversarios reproducen en la práctica el prontuario político trumpiano. Es decir, la explotación de mitos falsos con los que estimular emociones primarias del electorado y dirigirlo hacia un orden autoritario cohesionado por sentimientos de irritación y rechazo.

El populismo no es una ideología sino una retórica, un estilo, un discurso comunicativo, un artificio propagandístico que utiliza el malestar de las crisis o el cansancio ante los tradicionales agentes políticos para inventar enemigos y levantar frente a ellos la jefatura protectora y sugestiva de un caudillo. Su estrategia se basa por una parte en la mentira y por otra en el esquematismo, en una estructura maniquea construida con materiales sencillos: a un lado la gente y al otro el capitalismo, los inmigrantes, el Estado, Soros, Franco, el globalismo, los progres, la prensa, los ricos, y por encima de todo un sistema corrupto, perverso y opresivo. La derecha radical, la ultraizquierda y los nacionalismos necesitan confrontar con oponentes ficticios; el lenguaje demagógico, bizarro, contundente, les sirve como instrumento narrativo para articular un «relato» tan sesgado como sustancialmente parecido.

Con esas herramientas triunfaron Trump y Johnson, creció Le Pen, se incubó el procés catalán, irrumpieron los grillini, Vox y Podemos, y entre todos desplazaron el debate público hacia los extremos sacando provecho de los métodos de difusión posmodernos. Se parecen más de lo que ellos admiten, y confluyen en el empleo de técnicas de intoxicación, conspiranoia o señalamientos diversos propagados en las redes y otros canales paralelos. Hay una identidad clara, por ejemplo, entre la guerra de Trump contra los medios y el proyecto de Sánchez e Iglesias para controlar la información desde el Gobierno. Sólo que en USA, al menos, la libertad de expresión constituye un derecho que ni siquiera el líder de la nación puede atropellar sin estrellarse en el intento.

Y ese detalle, además de provocar una cierta envidia sana, representa la voluntad de autodefensa de la democracia. Si las televisiones españolas cortasen al presidente por mentir o por verter afirmaciones infundadas, como acaban de hacer las americanas, Sánchez sencillamente no podría aparecer jamás en pantalla.