Adrián García Peña–Vozpópuli

En las próximas elecciones autonómicas se presenta Aliança Catalana, el partido separatista promovido por Sílvia Orriols. La alcaldesa de Ripoll es bastante conocida por sus posicionamientos sobre inmigración, pero los medios de comunicación no suelen resaltar el detalle de que en la categoría de ‘extranjeros’ mete también a los españoles, es decir, a los conciudadanos que —según ella—, no forman parte del pueblo catalán, sino de la ocupación española en Cataluña.

El 9 de abril, Orriols respondió así a las preguntas de Gemma Nierga en La 2 de TVE:

—”¿Qué es el pueblo catalán?

Es una identidad, una nacionalidad; somos un grupo étnico.

¿Es una raza? ¿Existe la raza catalana?

—Raza como concepto étnico, de ‘lingüístico’ y de ‘cultural’, pues evidentemente. Somos una etnia, compartimos una singularidad, compartimos una misma historia y unos mismos valores, una misma ética. Por tanto, somos un pueblo diferenciado del resto”.

No fueron pocos quienes se llevaron las manos a la cabeza al oír el uso desvergonzado de los términos ‘raza’ o ‘étnico’ para referirse a los catalanes, como si de repente hubieran cobrado vida unas ideas que permanecían dormidas. Nada más lejos de la realidad. Es cierto que habitualmente son disfrazadas con todo tipo de adornos, pero Silvia Orriols no sostuvo en esas declaraciones algo sustancialmente distinto a lo defendido en mayor o menor medida por parte de Junts, ERC, la CUP, el PSC o los ‘Comunes’. A saber: que una lengua implica una cultura diferenciada, que cada cultura equivale a una nación —la nación cultural, en este caso la catalana—, y que a cada nación le corresponde un Estado propio —o en su versión eufemística, para los más acomplejados: el derecho de autodeterminación o derecho a decidir—. Una herencia del romanticismo alemán funcionando a pleno rendimiento.

Regodearse en su marginalidad

Por todo el país ocurre algo similar con Izquierda Unida, Podemos y Sumar, pues además de su descafeinada trayectoria ideológica, no han aprendido nada de la historia y siguen asumiendo para España uno de los peores legados de la Unión Soviética: “la autodeterminación de Lenin y la nación de Stalin, mutuamente dependientes en el corpus doctrinal de la izquierda soviética”, en palabras de Santiago Armesilla (Lenin. El gran error que hizo caer la URSS). Es común en estos partidos el hecho de regodearse de su propia marginalidad política, pues a falta de revoluciones en 100 años y de mejores virtudes, encuentran el éxtasis formando parte de la eterna resistencia. Así las cosas, no es de extrañar que los separatistas les acaben comiendo la tostada elección tras elección, como se ha visto recientemente en Galicia y País Vasco. Pero, ¿y lo bien que sienta alzar el puño sin enterarse de nada?

El PP de Galicia tiene más elementos en común con el PSOE de Galicia y con el Bloque Nacionalista Galego que con el PP de Murcia

En lo relativo al PSOE y al PP, como máquinas electorales bien engrasadas que son, se adaptan a lo que haga falta con tal de colocar en un sillón a cuantos puedan de los suyos. No tienen el menor problema en coquetear —de momento sin llegar hasta las últimas consecuencias— con la idea de la nación cultural, sobre todo en las comunidades autónomas con lenguas regionales. Tal es el absurdo, que dentro de cada partido las diferencias en este tema suelen ser mayores entre sus propios dirigentes autonómicos que con el rival. Así, el PP de Galicia tiene más elementos en común con el PSOE de Galicia y con el Bloque Nacionalista Galego que con el PP de Murcia; y lo mismo ocurre con el PSC respecto del PSOE de Castilla-La Mancha. En el caso del todavía presidente del Gobierno, directamente se parece más a quien necesita en cada momento para gobernar que al Pedro Sánchez previo a su llegada a Moncloa.

El nacionalismo étnico-cultural de Sílvia Orriols es escandaloso, pero no es nuevo, ni en Cataluña ni en el resto de España. Tampoco es minoritario: no tanto por la superioridad numérica de quienes lo sostienen —con más o con menos descaro—, sino más bien por la inferioridad de quienes lo rechazan. La defensa de la nación política de ciudadanos iguales entre sí, antaño enarbolada por las mejores tradiciones españolas del liberalismo y del socialismo, no pasa por su mejor momento.