Simbiosis

ABC – 19/06/16 – JON JUARISTI

Jon Juaristi
Jon Juaristi

· La alianza del populismo con los secesionismos se ajusta a un modelo conocido.

Semana de historiadores. El miércoles, con Fusi y García de Cortázar, converso con Enrique Moradiellos a propósito de su Historia mínima de la Guerra Civil española, que acaba de publicar Turner. En el coloquio, surge la cuestión de cómo se generalizan en una población determinada las pulsiones asesinas. Llegamos así a la brutalización de las masas que en los años treinta inhibió lo que Norbert Elias llamaba «el proceso civilizatorio» hasta desencadenar la acelerada destrucción de Europa.

Aludo entonces a un artículo reciente de un historiador de la Universidad del País Vasco, Fernando Molina, que plantea una cuestión similar aunque en un ámbito más reducido: no ya cómo fueron posibles la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial, sino cómo pudo surgir en los años sesenta un terrorismo de signo secesionista en una región como la vasca, económicamente privilegiada, y desde una comunidad política, la abertzale, políticamente inerte desde la posguerra.

Observa Molina que, en el País Vasco, la represión franquista durante la Guerra Civil y la posguerra fue mucho más dura contra las izquierdas derrotadas que contra los nacionalistas, cuyo sector mesocrático y empresarial se benefició, como sus homólogos de otras regiones, del rígido control nacionalsindicalista de los trabajadores. Con bastante acierto, a mi juicio, Molina vincula la aparición de ETA al relato victimista que los nacionalistas vascos que vivieron la Guerra Civil comenzaron a contar a sus hijos muy tardíamente, a finales de los años cincuenta del pasado siglo.

Ahora bien, al hilo del coloquio del miércoles, me parece importante explicar, en el caso de la violencia etarra, cómo se consiguió inhibir de nuevo un «proceso civilizatorio» que, tras su interrupción en la Guerra Civil, se había reanudado con dificultad en la posguerra y proseguía satisfactoriamente en los sesenta. Un proceso civilizatorio crea y consolida economías e instituciones complejas y estables. Innegablemente, la España de los sesenta era más próspera que la de los treinta, y, como es obvio, el régimen franquista se atribuía todo el mérito. Pero, aun discrepando, incluso el PCE reconocía que el desarrollo español invalidaba las expectativas revolucionarias y demandaba una ruptura pacífica que no interrumpiera trágicamente, como en los años treinta, el «proceso civilizatorio».

En el País Vasco, el nacionalismo se empeñó en colapsar tal proceso mediante el recurso a la cultura (en su sentido étnico). No era un método original: lo habían utilizado los movimientos anticolonialistas en los años anteriores, con el apoyo de las izquierdas metropolitanas. Según Thomas Mann (y Norbert Elias), el de los nazis no habría sido muy distinto (Kultur ancestral frente a Zivilisation).

El PCE reaccionó con ambigüedad: jaleó a los nacionalismos, aunque algunos de sus ideólogos –Tamames y Solé Tura, por ejemplo– denunciaron como reaccionaria la tentativa de sacrificar el desarrollo económico en aras de oscuros izquierdismos o de nacionalismos disgregadores. La extrema izquierda se alió con ETA y el País Vasco se convirtió en un laboratorio de las nuevas violencias revolucionarias, con el resultado final de su transformación en un parque temático de la kultura (con k de kilo), cuyas instituciones se fundamentan en legitimidades etnoculturales. Sobra decir que el «proceso civilizatorio» es todavía allí un puro simulacro sostenido por el privilegio económico.

Y también un modelo al que se han apuntado con entusiasmo el nacionalismo catalán y Podemos, que cumple respecto a los secesionismos rampantes una función simbiótica análoga a la que la extrema izquierda asumió respecto a ETA.

ABC – 19/06/16 – JON JUARISTI