En este escenario, hacerlo sería una irresponsabilidad de consecuencias impredecibles. Porque, más allá del diálogo que pudiera establecerse entre PP, PSOE y Ciudadanos, Podemos y los partidos nacionalistas no están dispuestos a discutir sobre cómo mejorar y actualizar la Constitución de 1978, sino que pretenden un proceso constituyente. Con la ausencia ayer en la Cámara Baja de Pablo Iglesias y Errejón, la formación morada quiso que se visualizara que para ellos la vigente Carta Magna es papel mojado, igual que para los nacionalistas. Estas formaciones suman más de un centenar de diputados, lo que obliga a echar el freno ante una hipotética reforma si no se puede contar con ellos.
Para poner las cosas en su sitio, conviene dejar claro que nuestra Constitución hoy mantiene una salud razonable. Porque a veces algunas declaraciones un tanto oportunistas transmiten la sensación de que en España no funcionan las instituciones ni el marco de juego consagrado en la Carta Magna, lo que no es cierto. Cosa distinta es que, después de 38 años desde su aprobación en referéndum, bueno sería actualizarla en cuestiones concretas como el orden sucesorio a la Corona, para acabar con la anacrónica prevalencia del hombre sobre la mujer; la enumeración de las Comunidades Autónomas; o la reforma del Senado para convertirla en una auténtica Cámara de representación territorial. Y también convendría hacer ajustes en el Título VIII. En su día, para alcanzar el consenso político más amplio posible, se dejó demasiado abierta la cuestión de las competencias del Estado y de las autonomías.
Si los partidos pudieran hablar con serenidad de éstas u otras cuestiones y encontrar fórmulas de consenso para enmendar el texto constitucional, nada habría que objetar; al contrario. Pero en los últimos años la reforma se ha convertido en un arma arrojadiza partidista y cada uno lleva el ascua a su sardina planteando cambios que, más que servir para resolver problemas, da la impresión de que no harían sino incrementarlos y aun generar otros nuevos. Eso sí que polarizaría a la sociedad y sería una insensatez histórica. Sin ir más lejos, el PSOE aboga desde hace años por reformar la Constitución y ha convertido en un mantra la petición. Pero dentro del propio partido hay opiniones muy contrapuestas sobre en qué dirección hacerlo. Cada vez que los socialistas plantean su idea genérica de «reforma federal», salen a relucir las disensiones internas y queda claro que hoy por hoy el PSOE se muestra incapaz de fijar una posición nítida sobre su idea de España.
Javier Fernández, el presidente de la Gestora, volvió a hacer gala ayer de la prudencia que está caracterizando su difícil cometido en el partido. Y dejó muy claro que «el PSOE buscará consenso antes de plantear cómo reformar la Constitución», advirtiendo de que, en todo caso, «no hay que cambiarla». Sus palabras coincidieron con las de la presidenta de la Cámara Baja, Ana Pastor, o las de Rajoy. Ambos pidieron «prudencia y cordura» para «construir y no demoler». Creemos que el presidente del Gobierno actúa con responsabilidad cuando reclama huir de «frivolidades» en este asunto y se mantiene en que una reforma de calado hoy debería contar con un respaldo político similar al que en 1978 permitió alumbrar la herramienta sobre la que se ha cimentado el mayor periodo de estabilidad democrática de nuestra historia.
Con los partidos nacionalistas abogando por la independencia –por tanto, por la demolición de España– y con un Podemos deseoso de hacer tabula rasa de todo y partir de cero en unas constituyentes que pusieran al país patas arriba, se antoja imposible abordar una reforma racional y restringida a algunos aspectos concretos. La lección de Italia debiera servirnos de algo. Renzi se empeñó en una reforma constitucional, en general, en la buena dirección pero sin consenso político. Y por ello el referéndum se acabo convirtiendo en un plebiscito sobre su Gobierno. Cuidémonos de riesgos tan peligrosos.