Sin consenso no hay base para reformar la Constitución

EL MUNDO 30/11/16
EDITORIAL

LA CONSTITUCIÓN fue concebida, tal como expresó en su día Adolfo Suárez, para lograr «una concordia civil llamada España». Cabe concluir, 38 años después de su aprobación, que la Carta Magna ha sido la herramienta jurídica y política sobre la que se ha cimentado el mayor periodo de estabilidad democrática de la Historia de España. No es poca cosa en el país con más contiendas civiles de la Vieja Europa, si bien la lógica transformación de la sociedad española –especialmente, a raíz del ingreso de nuestro país en la UE–, han alentado la necesidad de actualizar la norma fundamental del Estado. Este objetivo no es una quimera, pero teniendo en cuenta que para lograrlo debe garantizarse el espíritu de consenso que presidió la elaboración de la Constitución de 1978.

Ésta fue una de las principales conclusiones que arrojó el Foro Reforma Constitucional y Organización Territorial, organizado ayer por EL MUNDO, Expansión y Sagardoy Abogados. En el coloquio, marcado por un elevado nivel político e intelectual, participaron Rodolfo Martín Villa, ex vicepresidente del Gobierno en la etapa de Calvo-Sotelo; Alfredo Pérez Rubalcaba, ex vicepresidente del Ejecutivo y ex secretario general del PSOE; José Manuel García-Margallo, ex ministro de Exteriores; y Miquel Roca, ponente de la Constitución. Todos –salvo el ex dirigente de UCD– se mostraron a favor de reformar la Carta Magna, aunque con enfoques diferentes. Mientras Rubalcaba defendió una salida federal pensando «en el conjunto, no sólo en Cataluña»; Margallo hizo hincapié en la exigencia de respetar el procedimiento ante cualquier cambio. Pero, a la exhortación de Roca de acotar los cambios para incorporar las nuevas sensibilidades, Martín Villa consideró que «no hay gran margen para las reformas», en referencia al desafío soberanista catalán.

Precisamente, esta disparidad de visiones revela las dificultades que entrañaría abrir el melón de la reforma constitucional. Porque ni los partidos tradicionales se ponen de acuerdo a la hora de trazar las líneas rojas, ni el PSOE se muestra incapaz de fijar una posición nítida sobre su idea de España. Y más aún: cuando Podemos –que suma 71 diputados, frente a los 20 del PCE en 1977– cuestiona la legitimidad del Jefe del Estado, al tiempo que pregona su anhelo de forzar un proceso constituyente. Una línea rupturista en la que la tercera fuerza política del país actúa de gregaria de los secesionistas catalanes, cuya voluntad no es renovar el marco constitucional, sino desbordar éste en abierta actitud de desobediencia.

Desde luego, la Constitución no es un texto intocable. Pero su reforma –más allá de retoques puntuales– sí constituye un extraordinario reto político que precisa de un acuerdo «amplio y sólido», tal como acertadamente subrayó ayer la presidente del Congreso, Ana Pastor, encargada de inaugurar el foro. Cualquier cambio en la Constitución debe apuntalar el tronco básico forjado en el 78, lo que pasa por preservar la monarquía parlamentaria, la unidad nacional y la igualdad de los españoles en derechos y libertades. Y, aunque es cierto que las distancias ideológicas entre los partidos eran mayores entonces, no es menos cierto que la fragmentación política de ahora no parece el contexto idóneo para impulsar una negociación de esta envergadura. Resulta difícil creer que los mismos partidos que han perpetuado el bloqueo durante el último año puedan articular pactos de largo alcance en materias sensibles que podrían ser objeto de modificaciones en una eventual reforma constitucional. Tales como la sucesión de la Corona, la conversión del Senado en una cámara verdaderamente territorial, la inclusión del sistema de financiación autonómica en la Carta Magna o la delimitación de las competencias estatales y autonómicas.

España no puede permitirse el lujo de renunciar a una aspiración reformista que es consustancial a la voluntad de progreso de un país moderno como el nuestro. Pero no se puede emprender un camino sin saber hacia dónde se va. Máxime teniendo en cuenta que la reforma constitucional implica respetar un complejo procedimiento que, si bien en la Transición sirvió para blindar la incipiente democracia española, ahora encorseta aún más operar cambios.

Actualizar la Ley fundamental, por tanto, constituye un propósito que merece ser considerado. Pero siempre que exista claridad en los planteamientos de los diferentes partidos y, sobre todo, el consenso necesario que sirva de base para que la Constitución siga siendo un instrumento de convivencia, no de discordia.