Síndrome Bárcenas

KEPA AULESTIA, EL CORREO 19/01/13

· La corrupción es un mal consustancial al poder y, en esa medida, se extiende por la política partidaria.

El ‘caso Bárcenas’ ha echado por tierra buena parte del crédito que aún le quedaba a la ineficiente vida partidaria, en esta ocasión del PP, como en su día ocurrió con el ‘caso Gürtel’. Esta vez parece que corruptor y corrompido son la misma persona con mando antes e influencia ahora en la sede central de Génova. Como con Gürtel y otros casos, la revelación de lo injustificable da lugar a una secuencia en la que el partido busca su propia salvación en la opacidad y en la obstrucción ante la actuación judicial. La locuacidad política se torna silencio sepulcral en el momento en que estalla el escándalo. Horas después los ‘argumentarios’ torpemente redactados por los nuevos censores desgranan las consignas evasivas que acaban formando un eco. El instinto de conservación dicta que es imprescindible sobrellevar las primeras acusaciones públicas sin precipitarse a admitir la más mínima responsabilidad.

Los dirigentes políticos se han acostumbrado ya a no darse por concernidos ante ningún caso que les interpele. Saben que hasta la corruptela más burda entraña serios problemas para ser investigada y juzgada. La propia figura del imputado forma parte del paisaje como una categoría incómoda, pero inevitable en el listado de militantes. La corrupción continuada anestesia a la sociedad, convencida de que se trata de un mal imposible de erradicar. La compartimentación del electorado por fidelidades partidarias hace que el votante entusiasta maldiga la corrupción descubierta en la sigla adversaria a la de su preferencia, mientras admite las peregrinas explicaciones sobre las vergüenzas de ésta. Es lo que ha ocurrido hasta ahora y no hay demasiadas razones para pensar que vaya a cambiar en adelante. Si acaso, cabe esperar que la acumulación de autos y sumarios acabe en algún momento por desbordar la paciencia de la mayoría ciudadana. Junto a ello, la movilidad del voto que parece fluir más que antes de unas siglas a otras podría romper los diques de contención que han contribuido a perpetuar la corrupción.

La ley requiere de la conducta ejemplar de quienes tienen encomendado hacerla cumplir para que cuaje en la conciencia ciudadana. La desfachatez con la que tanto los políticos acusados de corrupción como sus compañeros de partido se han valido precisamente de la ley para escurrir el bulto mediante la apelación a la presunción de inocencia constituye una invitación a que todo el mundo recurra a una ‘inocente’ vulneración de las normas. Como si la condena en firme fuese el único medio de establecer no ya la culpabilidad personal, sino incluso de demostrar qué es y qué no es lícito en la vida pública.

Los códigos éticos que han redactado los partidos no han servido hasta ahora más que para aliviar su mala conciencia. El partido se basa en la solidaridad entre sus integrantes, por lo que las complicidades entre correligionarios solo se desvanecen cuando surgen disensiones. Pero ninguna crisis interna ha sido provocada, que se sepa, porque un sector de un determinado partido fuese corrupto y otro sector del mismo decidiese combatir abiertamente semejante ignominia. La complicidad interna es la que da lugar también al chantaje de los más corruptos sobre el partido corrompido y atemorizado. Las palabras de María Dolores de Cospedal, afirmando que «en el PP quien la hace la paga», nada significan cuando hasta la fecha el imputado Bárcenas ha contado con despacho, secretaria y coche oficial en Génova. La conciencia de haber incurrido en delitos o irregularidades no prescritas atenaza y amordaza a los partidos. Aunque lo más descorazonador es que casi nadie de la oposición está en condiciones de pedir cuentas al Partido Popular gobernante.

La corrupción no es un mal endémico de la política; ocurre que es consustancial al poder, lo que demasiado a menudo viene a ser lo mismo. Los partidos que acceden a la gestión de las instituciones aplican con absoluta naturalidad el nepotismo ideológico o de clan. Curiosamente, el gobierno de los mejores es siempre el de los más fieles. El clientelismo forma parte del poder y es garantía de su perpetuación. Se trata de un lugar común para el ciudadano medio que sabe que nunca formará parte del amplísimo círculo de los nombramientos de confianza si no es entregándose a él. Esta privatización del espacio público es una forma corrupta y corruptora en el ejercicio del poder que se encuentra en la base de otras manifestaciones más llamativas.

El ‘caso Gürtel’ es el ejemplo caricaturizado de cómo un irrelevante proveedor de servicios a un partido con poder fue capaz de mercadear con favores hasta adueñarse de tantas voluntades que llegó a secuestrar estructuras enteras del PP que aún hoy parecen dispuestas a continuar cautivas del silencio y la obstrucción a la Justicia. La corrupción en torno a la política adopta infinidad de formas: el tráfico de influencias y el intercambio de servicios que no dejan rastro de transacción económica alguna, la gestación de sociedades mercantiles que de la nada pasan a proveer a las instituciones sin que la competencia más experimentada se atreva a protestar, el ‘comisionismo’ sistemático o esporádico en torno a concesiones públicas y la directa o indirecta financiación irregular de los partidos. Bárcenas es ya su síndrome.

Cuanta más gente cree beneficiarse de tal estado de cosas más duraderos se vuelven el poder y la corrupción. Es lo que ha ocurrido durante años con la corrupción urbanística, cuando terrenos sin especial valor acababan elevando su cotización mediante recalificaciones en proyectos que favorecían a un número más o menos estimable de vecinos propietarios. La socialización de la corrupción, bien sea mediante el nepotismo excluyente o concertado a modo de cupos en el acceso a la función pública o al erario, bien a través de una extensa red de tráfico de influencias, asegura su pervivencia. Sencillamente porque el ciudadano que no participa del festín tampoco se siente empujado a mostrar su descontento más que en el silencio de un voto de desafección que hasta la fecha se ha visto compensado por otro afecto.

KEPA AULESTIA, EL CORREO 19/01/13