JUAN CARLOS GIRAUTA, ABC 27/01/13
· Ninguno de los principios esgrimidos en la declaración de «soberanía» del parlamento catalán soporta la lupa de la razón ilustrada o de la ley democrática, valga la redundancia. El pueblo de Cataluña no tiene, así lo escriban Mas y Junqueras en letras tan gigantescas como los petroglifos de Nazca, carácter de sujeto soberano. La patraña se apoya –y esto resulta extraordinario– en «razones de legitimidad democrática», como si existiera alguna capaz de dinamitarse a sí misma. Es la legitimidad democrática lo que encarna el artículo primero de la Constitución, que atribuye la soberanía al pueblo español.
La «transparencia», según el documento, va a acompañar el ejercicio del «derecho a decidir», nueva etiqueta del viejo derecho de autodeterminación, insostenible fuera del contexto colonial. Será la transparencia del trágala. Es el propio «derecho a decidir» lo que resulta opaco. El salto lógico, el truco de ilusionista que vende como transparente el ejercicio de algo ilegal, resulta aquí verosímil gracias a unos medios de comunicación públicos entregados a la causa vía propaganda incesante. En Cataluña, sencillamente, nada público es transparente.
Luego se promete «diálogo» con todas aquellas instancias cuya legalidad se va a conculcar: «el Estado español, las instituciones europeas y la comunidad internacional». Pero no se va a romper España, con su entera arquitectura constitucional, dialogando. España sólo se rompería por la fuerza.
¿Qué está sucediendo? Es verdad que un parlamento auténtico acaba de proclamar formalmente la existencia de un nuevo sujeto soberano. No es ninguna broma; las cámaras autonómicas son poder legislativo y, contra la creencia común, sus normas no mantienen con las estatales una relación de tipo jerárquico sino competencial. Aunque todas las afirmaciones de la infeliz «declaración de soberanía y derecho a decidir» sean infundadas o falsas –como acabamos de ver– el pronunciamiento solemne está pensado y formulado como acto constitutivo de una nueva realidad so capa de reconocer una realidad preexistente. Se trata de un acto llamado a alterar las fronteras europeas y a partir un antiguo Estado nación.
Para lograr sus objetivos, el gobierno separatista de Artur Mas, que no teme bordear la sedición, está dispuesto a asumir una profunda fractura social en Cataluña. No es que el presidente, ni «Quico» Homs, el hombre que lo enloqueció, deseen esa fractura con los enfrentamientos que provocará; en realidad, no dejan de aconsejar a los detractores del «proceso» que no lo obstaculicen.
Es un elocuente reflejo de su concepto de la relación entre poder político y sociedad, y también de la muy preocupante presencia del factor mesiánico, de la conciencia del elegido, de la convicción de atender a una llamada trascendente, a tareas sagradas que no pueden aplazarse. Aprovechados aparte, el pensamiento mágico nacionalista dota a sus supersticiosos seguidores de la creencia en un destino escrito. ¿Cómo detener lo inevitable… cuando sumarse a ello solo tiene ventajas?
El asunto trasciende cualquier debate político sensato. Tuercen la ley, inventan paraísos, razonan de forma circular. La última promesa es una Cataluña sin paro. Su fórmula es la favorita de las sectas: todo lo malo viene de «ellos» (ellos somos nosotros). Toda mejora exige librarse de España. Están resueltos a dotar a Cataluña de un Estado, una vez alcanzados los fines sentimentales (esenciales) del pujolismo: apartar a España del espacio afectivo catalán y conseguir que los recalcitrantes españoles de Cataluña mantengamos nuestro vicio en la esfera privada. Esto no mejorará solo. No hay urgencia mayor que transmitir a Mas y a sus enloquecedores un claro, inequívoco mensaje: En un Estado de derecho no hay más legitimidad que la legalidad. El imperio de la Ley –y con él la razón– prevalecerá.
JUAN CARLOS GIRAUTA, ABC 27/01/13