MIGUEL ÁNGEL QUINTANILLA-EL MUNDO
El autor alerta sobre el riesgo de discursos emocionales que no se corresponden con la realidad política e histórica del país ni atienden a la coyuntura actual, ya que hay cuestiones que no están en nuestra mano controlar.
Primera. Las tensiones territoriales en España no existen porque haya autonomías. Hay autonomías porque había tensiones territoriales que tienen que ver con quienes vivimos en España y con lo que ha pasado aquí desde hace siglos. España se ha forjado, y eso deja quemaduras y cicatrices. Esas tensiones habrían sido mayores si las Comunidades no hubieran existido, y hoy serían explosivas si estas se suprimieran. Nuestros problemas de ahora no se deben a un mal funcionamiento de los poderes autonómicos sino a un deficiente funcionamiento del Gobierno central. No ha fallado la Consejería de Educación de Castilla y León, han fallado la presidencia y la vicepresidencia del Gobierno de España desde 2004.
España tiene una historia que debemos tener en cuenta. Eso es lo que decimos amar. Y no me refiero sólo a la historia remota, sino a la historia inmediata. Por ejemplo, el 1 de Octubre es parte de nuestra historia, es una realidad política y social lamentable, pero con la que es necesario contar al afrontar el secesionismo. No podemos elegir que no exista, porque existe. Que los errores se paguen significa eso, que se convierten en parte de la realidad y que ya no se puede actuar como si no se hubieran cometido. Y cuando decimos que el nacionalismo ha manipulado con éxito a una población debemos ser consecuentes con la afirmación, y saber que esa población, por esa razón, piensa realmente cómo lo hace. Ignorarlo no nos convierte en patriotas sino que nos aboca al fracaso por el camino de la ficción.
Todo eso ha pasado en una Comunidad pero no ha pasado porque hubiera una Comunidad, puesto que no ha pasado en todas y no ha pasado siempre. Si la lluvia fuera la causa de los accidentes, todos los coches se accidentarían en un día de lluvia y es evidente que no es así.
La tarea del patriota no es actuar al margen de la realidad, sino procurar incorporar a la realidad, en la medida en que esta los admite, acontecimientos nuevos, significativos y de impacto duradero que ayuden a nuestros propósitos. Hay una nación por inercia, que recibimos por legado, que es real y que contiene cosas mejores y cosas peores, por ejemplo, nacionalistas (a los que no deberíamos hacer el favor de declarar no españoles, aunque eso nos obligue a perfeccionar nuestra idea de España); y hay una nación por voluntad, por elección y con intención, de la que debe ocuparse el patriotismo sabiendo que la historia opera como verdad, aunque con frecuencia esté hecha de mentiras, como el 1 de Octubre. No se trata de cambiar la historia sino de hacerla. Y no de hacerla en el aire sino en la tierra. Y para eso hay que respetarla.
Segunda. Centralización no significa necesariamente ni igualdad ni progreso. Eso dependerá de lo que se haga con el poder central. Por ejemplo, si ese poder central se apellidara Rodríguez Zapatero, probablemente a muchos dejaría de parecerles que centralizar es una buena idea. Cualquier cambio debe pensarse sobre la previsión de que será el otro y no uno mismo quien lo gobernará, y buscar equilibrios razonables entre lo que nos gustaría hacer y lo que no nos gustaría que nos hicieran. Y si se piensa así, se verá que nuestro modelo actual está bastante bien. En un país como el nuestro, con nuestra historia y con nuestros problemas, disponer de contrapoderes que se limiten y se vigilen unos a otros no tiene por qué ser una mala idea.
Por otra parte, se sabe que en los edificios con calefacción central el calor no necesariamente se distribuye homogéneamente por todos los pisos, sino que suele depender de la distancia que los separa de la caldera. Más aún, hay personas, por ejemplo las de mayor edad, cuya necesidad o cuya preferencia de calor difiere de la media. Antes de avanzar en una propuesta centralizadora conviene, pues, diferenciarla claramente de la igualdad, y tener en cuenta el hecho de que España es actualmente un país fracturado gravemente por razones que no obedecen a la decisión arbitraria de ningún político local o autonómico, cuyas insensateces, cuando se hayan podido producir, han podido ocasionar si acaso un agravamiento marginal de problemas que claramente los superan y que ningún político nacional va a poder remediar fácilmente: nivel de estudios, edad, renta, etc. Remito al estudio del Instituto Nacional de Estadística titulado España en 25 mapas para hacerse una idea clara de lo que está pasando. Es necesaria una política nacional que asegure la igualdad de oportunidades y de derechos, pero eso no siempre se sirve mejor mediante una única política central, aunque en ocasiones, sí. El sistema sanitario de un territorio con población rural, mayor y dispersa, no se puede gestionar igual que el sistema sanitario de Barcelona o Madrid. Ignorar eso no es un ejercicio de patriotismo sino una irresponsabilidad.
Y un aviso para católicos, entre los que me cuento: nuestra mejor participación política práctica, especialmente en el grandioso momento fundacional de la Unión Europea, se ha producido siempre alrededor de la idea de libertad, nunca alrededor de la idea de poder, difícilmente manejable para un católico medianamente lúcido. Los problemas de España, de Europa y del mundo no reclaman más poder que el que sirve a la libertad y a sus garantías jurídicas. A eso obedecen nuestra devoción por el principio de subsidiariedad –localista y autonomista– y por el europeísmo, que es un modo de limitar el poder y asegurar la libertad. Y no sería mal camino reencontrarse hoy con esa tradición en lugar de extraviarse en actitudes y agendas dudosamente compatibles con el sentido de la palabra católico. El poder que no es ancilar de la libertad es una tentación, y se debe rechazar.
TERCERO. El sistema político español es un sistema europeizado. Lo único que se puede cambiar es lo que hay, y lo que hay es eso. Y que esté europeizado significa, entre otras cosas, que el sistema autonómico «originario» no existe, y por tanto no puede ser causa de ningún problema esencial. Hay un sistema gobernado en mucho de lo básico mediante las instituciones europeas, también en lo autonómico; y hay un sistema sumergido en un remolino planetario. Por eso, países con estructuras políticas de base completamente distintas –monarquías, repúblicas, centralizados, federales, católicos, protestantes, del norte o del sur– están experimentando los mismos problemas. No es Torra, es el siglo XXI. No concedamos a un nacionalista semejante capacidad de influencia, y no perdamos de vista que muchos de nuestros problemas no se deben a lo que hemos hecho sino a lo que está pasando. Distingamos. España está afectada por cosas que van mucho más allá de lo que está en nuestra mano controlar, y da igual que la abramos para ofrecer o que la cerremos en forma de puño.
Por tanto, conviene no gastar demasiadas energías en negociar reformas de cosas inexistentes, y sí en ajustar causas y efectos políticos. Es posible debatir sobre si en 1978 se debió o no hacer algo de lo que se hizo. Algunos creemos que en lo fundamental se hizo muy bien, y otros pueden pensar que no. Pero esa discusión no tiene nada que ver con las cosas que nos pasan hoy, porque nuestra forma real de gobernarnos ha experimentado cambios dramáticos en estos cuarenta años, hasta convertir nuestro sistema político auténtico, la forma del poder, en algo muy diferente. Y es fundamental evitar proporcionar a los secesionistas y a los radicales la caricatura de la derecha española que llevan cuarenta años pretendiendo. Si no se entiende esto tampoco se está en condiciones de prestar servicio alguno que pueda merecer el nombre de patriotismo.
Miguel Ángel Quintanilla Navarro, politólogo.