Beatriz Becerra-El Español
  • Si PP y PSOE quieren recuperar el crédito público, deberán hacer precisamente lo que llevan décadas sin hacer: pasar a la acción.

En El hombre en busca de sentido, el libro en el que relata su experiencia en los campos de concentración nazis, el neurólogo y psiquiatra Viktor Frankl escribió: “En este mundo hay dos razas de hombres, sólo dos: la de los hombres decentes y la de los indecentes. Ambos se encuentran por todas partes, penetran en todos los grupos sociales. Ningún grupo se nutre por completo de personas decentes o indecentes”.

Es una reflexión durísima, tajante, que apela a lo esencial del ser humano y que suscribo en su integridad. Porque la decencia, como el decoro, la dignidad o el honor, es estrictamente individual. Es de un carácter tan radicalmente personal que no admite grises.

Por eso, cuando hablamos de grupos humanos, ya sean organizaciones, partidos o gobiernos, la decencia individual es condición necesaria pero no suficiente. Se necesita ética colectiva.

Esa que estructura las instituciones, garantiza los equilibrios y limita los abusos.

Este fin de semana, PP y PSOE han vivido dos cónclaves cruciales. El Partido Popular celebró su Congreso Nacional en Madrid, con Alberto Núñez Feijóo aupado como líder indiscutido.

El Partido Socialista hizo lo propio con su Comité Federal, con el liderazgo asistido del capitán Pedro Sánchez, que no abandona el barco, y al que solo García-Page le discute el timón.

Para el Partido Popular no se trataba de una cita ordinaria de renovación orgánica. Era un momento decisivo para ordenar el alma del partido, mientras retumban ensordecedores tambores de hundimiento para el gobierno socialista, cercado por los casos de corrupción, el descrédito y la incompetencia.

Tanto Sánchez como Feijóo han hablado de regeneración, de principios, de limpieza. Entre muchas, muchas otras, ambos han pronunciado la palabra «decencia».

El PSOE ha aprobado trece medidas anticorrupción de consumo interno, carácter ligero y nada comprometido. Exigencia de doble firma para los secretarios de organización y otros puestos clave, más agilidad en resolución de expedientes, mejorar la información patrimonial, los canales de denuncia y el portal de transparencia…

Pero el mensaje de firmeza y ejemplaridad le saltó por los aires a Sánchez en el mismo día, cuando el peón Salazar se le cayó de la partida. Uno de los heraldos de confianza del presidente anunciados para vigilar la organización renovada se retiraba apresuradamente del escenario por un aluvión de denuncias de baboseo y conducta impropia con sus compañeras.

Por su parte, Feijóo ha hecho pivotar su discurso presidencial sobre un «manual de decencia» (una cartilla de orden interno que huele a catecismo) y un decálogo de compromisos para ese gobierno limpio con el que promete reconstruir el país.

Ha propuesto auditorías del gasto socialista, control de idoneidad para cargos, una ley de lenguas que devuelva al castellano su vehicularidad, alivios fiscales, una promesa de gobernar en solitario y una traslación del dudosamente democrático “cordón sanitario” de Vox a EH Bildu.

La sombra de la desconfianza sobre su aplicabilidad sobrevuela esos nuevos mandamientos, porque las novedades planteadas parecen más simbólicas que estructurales, más semánticas que estratégicas.

El protoprograma electoral de diez puntos ofrecido como norte a los votantes muestra debilidades y contradicciones significativas, y plantea dudas razonables sobre en qué grado apuntan verdaderamente a cambiar España o continúan siendo retórica preelectoral frente a la muy crítica situación actual.

Eliminar el voto de los afiliados en nombre de la «eficiencia interna» contradice el discurso de regeneración democrática. El planteamiento restrictivo sobre lenguas cooficiales e inmigración entra en contradicción discursiva con lo defendido históricamente por los sectores más moderados y autonómicos del propio PP. Proclamar voluntad de gobierno en solitario mientras se mantiene abierta la puerta a pactos con Vox es una evidente incoherencia estratégica.

Y, con la memoria aún reciente de una larga lista de escándalos de corrupción estructural defendidas in extremis, con la ausencia de régimen preventivo alguno en lo que a auditorías internas propias se refiere, las promesas de regeneración y lucha contra la corrupción necesitaban ser inequívocas, troncales. Sobre todo, viables y creíbles. Y no lo parecen.

Difícil imaginar marco más propicio que el Congreso Nacional para presentar, por ejemplo, en qué consistirá el Código Ético de Gobierno que suscribirán voluntariamente todos los miembros de su gabinete si llegan a gobernar.

Podrían haber presentado sin complejos una propuesta de eliminación de los insostenibles aforamientos.

O, más fácil aún, haberse adherido por adelantado a las propuestas que ya están disponibles porque las han promovido organizaciones de la sociedad civil como España Mejor.

Pero no. En su lugar, asistimos a un juego de espejos. PP y PSOE apelan a la decencia, pero arrastran contradicciones estructurales mutuamente soportadas.

Cuando la ética se convierte en una herramienta instrumental, pierde su fuerza transformadora. La decencia, como virtud moral, es admirable, pero no se puede medir. La ética pública sí. Se mide en coherencia, en sistemas de control, en responsabilidad institucional.

Porque la decencia personal es una elección, pero la ética institucional es una arquitectura de reglas, sanciones, transparencia y, sobre todo, rendición de cuentas. Los ciudadanos no esperan santos.

Esperan estructuras que premien el buen hacer y penalicen el abuso. Esperan que no se legisle para salvar a los propios ni que se pacte a costa de los principios.

Si la decencia nos define como individuos, es la ética lo que construye naciones. Si PP y PSOE quieren recuperar el crédito público, deberán hacer precisamente lo que llevan décadas sin hacer: pasar a la acción.

Porque, en la España de hoy, lo indecente ya no es la corrupción en sí misma, sino la impunidad que la acompaña. Y sólo un círculo ético de virtud pública puede romper ese círculo vicioso de impunidad perpetuada.