JAVIER ZARZALEJOS-EL CORREO

  • Los discursos más extendidos tratan de eludir realidades acreditadas por la experiencia para centrarse en la subjetividad sin estorbos

El Círculo de Economía de Cataluña acaba de publicar un documento, entre análisis y manifiesto, en el que alerta en términos casi angustiosos sobre la extensión en la sociedad catalana de la teoría del decrecimiento que, asentada sobre las preocupaciones medioambientales, plantea la incompatibilidad entre crecimiento y ecología. Esta misma semana tuve la oportunidad de escuchar una larga entrevista radiofónica a la ministra Ione Belarra en la que, además de su escandalosa acusación de prevaricación al Tribunal Supremo en la condena al secretario de Organización de Podemos, ni una sola palabra de todo lo que dijo evocó el más mínimo respeto a la libertad, sino, bien al contrario, la exaltación de un Estado que tiene el derecho a decidir sobre todo, sin reparar en las molestas exigencias jurídicas, como si el mercado no existiera, como si la engañosa alusión a su voluntad de remediar injusticias y desigualdades habilitara al poder público para hacer y deshacer con vidas y haciendas.

Cada día se planta un nuevo monumento a la inseguridad jurídica, es decir, a la arbitrariedad del poder, que en el caso más reciente ha puesto del revés por razones de puro oportunismo político el mercado energético, los beneficios empresariales que legítimamente esperan millones de accionistas que no tienen nada de potentados capitalistas. Los límites al gasto público ni se plantean, salvo por los que estén dispuestos a aguar la fiesta recordando que el bienestar no puede ganarse a base de deuda. Los fondos europeos, en vez de ser una oportunidad exigente para nuestra economía, se venden como si nos hubiera tocado el gordo de Navidad sin necesidad siquiera de comprar un décimo. Se creían cancelados problemas que ahora parecen volver como ‘cisnes negros’ que, en forma de inflación, crisis energética y estrangulamientos en las cadenas de suministro, emborronan la promesa de una recuperación indolora.

Y es que lo indoloro es sospechoso casi siempre, ya sea cuando se trata de una dieta para adelgazar sin esfuerzo como de aprender inglés mientras se duerme. Los discursos más extendidos tratan de eludir realidades acreditadas por la experiencia y están dando lugar a una cultura política centrada en la subjetividad sin estorbos. Apenas se oye hablar de la necesidad de economías competitivas; se trata de hacer economías, sociedades e individuos resilientes.

Lo que reflejan los nuevos currícula escolares es un surrealista desperdicio de talento y oportunidades. La responsabilidad individual y los deberes cívicos apenas encuentran un lugar en estos discursos porque todo lo reprobable es ‘estructural’, no atribuible a actos concretos de cada uno con sus consecuencias y responsabilidades, sino a modelos de organización social y de vigencia cultural que hay que derrotar. Lo individual, la dimensión personal de la responsabilidad, de los éxitos y los fracasos no remite al mérito y al esfuerzo sino a la desigualdad que expresa la injusticia ‘estructural’ que sólo tiene como respuesta la rendición ante el Estado.

Ahora esa teoría del decrecimiento que tanto escandaliza a los empresarios catalanes se encuentra en la evolución natural de estos discursos nacidos del maridaje entre el comunismo residual, el populismo y el culto a la identidad. Eso del crecimiento -creen ellos- es puro capitalismo. No les falta razón en esto porque allí donde se han querido instalar las distopías de la mente progresista, el resultado ha sido una equitativa distribución de la miseria, un prodigio de igualdad en la ruina.

En Barcelona, Colau se ha puesto a ello y, aunque parece un clamor el rechazo a la gestión municipal, no está nada claro que las cosas vayan a cambiar. Así que hacen bien los del Círculo de Economía en preocuparse y dejar sus recientes carantoñas a los antisistema que les gobiernan; antisistema en lo constitucional, en lo económico o en ambas cosas a la vez. Es más, a tenor del comportamiento electoral de la sociedad catalana, o mejor dicho, de la mitad de ella, las posibilidades de que los catalanes escuchen llamadas de atención como esta parecen bastantes remotas. Cataluña seguirá pareciendo una sociedad que se despierta todas las mañanas pensando en cómo se dará un tiro en el pie.

Pero, como se ha argumentado, este no es un problema que se dé únicamente en la política catalana. España en su conjunto es hoy un gran campo de experimentación para el radicalismo vestido de progresismo, un terreno en el que probar toda la rudimentaria ingeniería social de una izquierda de asamblea de facultad con pulsiones autoritarias y una arrogancia indescriptible. Esta es, desde luego, una gran batalla cultural que no consiste como creen algunos en la derecha en competir por ver quién la dice más grande, sino en desafiar con firmeza, serenidad y argumentos los dogmatismos que conducen a una sociedad al fracaso. En esto, Cataluña, sin duda, lleva la ventaja.