Ignacio Camacho-ABC
Sánchez se cree un nuevo Roosevelt hablando a la nación desde la chimenea. Pero Roosevelt mantenía las Cámaras legislativas abiertas
Cuando Sánchez reclutó un pelotón de técnicos en comunicación electoral para formar su cinturón de confianza dejó claro que la línea estratégica de su mandato iba a ser el estado permanente de campaña. Ese equipo no está diseñado para la gestión sino para la propaganda, razón por la que cualquier crisis, y la del coronavirus es descomunal, le viene ancha. Así, su forma de reaccionar, tras un inexplicable lapso inicial de pasividad y silencio, ha consistido en una descarga discursiva que este fin de semana ha alcanzado el carácter de un auténtico bombardeo. Una acumulación de explicaciones televisadas redundantes y prolijas, un sermón tan farragoso y extenso que se diría que pretende combatir la epidemia a base de tratamiento palabrero.
En el más puro estilo de «Aló, presidente», acapara cuota de pantalla sin cortarse un pelo para invadir los hogares de millones de familias forzadas al encierro. De día y de noche, sin tregua ni clemencia, casi sin recesos, su facundia omnipresente es un abuso del confinamiento, un monopolio de palique esponjoso que contrasta, en plena suspensión general de derechos, con la evidencia de que ha aprovechado la situación excepcional para ordenar el cierre del Congreso. No sobra nunca que en medio de una emergencia un gobernante se dirija al pueblo -ojalá Rajoy lo hubiese hecho más a menudo-, siempre que no olvide que donde primero debe hablar es en el Parlamento.
Si ayer tenía algo que comunicar a la nación, como es la razonable prolongación del estado de alarma, sobraba la hora y media del sábado, la autocomplaciente matraca de datos que tendría que haber ofrecido a los diputados. No es que estuviera mal; de hecho su tono, su lenguaje y su gestualidad han mejorado, sobre todo respecto a la crispación y los nervios que siete días antes le afloraron tras la insólita bronca con su principal aliado. Incluso se le nota el esfuerzo por parecer empático. Pero ese afán innecesario y reiterativo por el detalle resulta cargante, machacón, enojoso, pesado. Un verdadero plomazo al que añade la falta de respeto a la audiencia por empezar siempre con retraso -quizá porque los speechwritters no dan abasto- y la burla al periodismo que suponen las preguntas bajo cuestionario. Y encima se autorreferencia -«ya decíamos ayer»- se gusta, se recrea en la suerte como si se creyese Roosevelt junto a la chimenea. Pero Roosevelt mantenía las Cámaras legislativas abiertas y espaciaba las charlas para ocuparse de gestionar un país en quiebra, mientras que aquí ni siquiera llegan a tiempo los test para medir el alcance real de una pandemia que por ahora se muestra inmune a la sobredosis de verborrea. Ahora los españoles soportamos una doble condena: la de resistir enclaustrados y la de esta cháchara inmisericorde y hueca con que el presidente pone a prueba nuestra paciencia tratando de convencernos de que gobierna.