Olatz Barriuso-El Correo
- Cuando se acaben de contar los votos, será tiempo de empezar a calibrar las consecuencias de la política de bloques: un Gobierno escorado hacia los extremos o un indeseable bloqueo
Cerrada ya esta campaña sofocante en lo climático y en lo político, tan poco edificante como sembrada de tretas arteras, tan desubicada como torpe en las estrategias, existe una sola certeza: la escasísima probabilidad de que de este 23-J salga una mayoría absoluta y la aún más rara oportunidad para que florezca el acuerdo entre las opciones mayoritarias y más centradas del espectro político. Agazapados los buques insignia del bipartidismo español en sus respectivas trincheras, las que cavaron cuando la ‘nueva política’ empezó a amenazar sus posiciones, sólo puede ganar uno. Uno de los bloques, se entiende.
Y si ninguno de ellos está en condiciones de lograr más síes que noes en una segunda votación de investidura, algo perfectamente factible si las derechas se desinflan como se ha desinflado la campaña de Alberto Núñez Feijóo en su última semana, España volvería a emerger como el país ingobernable que ya fue en 2015 y en 2019 y a encaminarse hacia una repetición electoral, una segunda vuelta que hace cuatro años sirvió, por ejemplo, para hundir ‘ad aeternum’ a una fuerza liberal que no entendió su papel de bisagra y para que otra iliberal, extremista y de derecha radical doblara sus resultados. Una moneda al aire cargada de fatiga y decepción.
Es, por ello, indeseable someter a la ciudadanía al calvario del bloqueo político, una posibilidad que nadie se atreve a descartar en los cuarteles generales de los partidos. No solo por el fastidio de convocar unas nuevas elecciones antes de fin de año, sino por las consecuencias del dislate. No es difícil imaginar lo que sucedería si Feijóo, pese a ganar las elecciones, no contase con una mayoría suficiente para ser investido, un escenario probable si el PP no logra el impulso suficiente para aventajar a los socialistas en más de cinco puntos y un reparto territorial del voto que le dé los escaños decisivos en las circunscripciones clave: presión política y mediática al PSOE para que se abstenga, resistencia de los socialistas, conscientes de la grieta interna que eso les abriría; lamentos, reproches, palabras gruesas y, por supuesto, inestabilidad y más división.
Una historia frustrante y ya conocida que se evitará si el bloque de derechas rebasa los 176 escaños o si la izquierda logra la remontada a la que apela en un final de campaña con la moral aparentemente por las nubes. Tanto en el PSOE, utilizando inteligentemente a su favor la matraca del sanchismo (Perro Sanxe, o cómo dar la vuelta al meme), como en Sumar, eufóricos por el papel de Yolanda Díaz en el último debate, reina un optimismo genuino. Pero, aun en esos casos, el Gobierno resultante –salvo victoria estratosférica del candidato popular que le dejara manos libres para no depender de Vox y buscar apoyos en el nacionalismo moderado– estará inevitablemente escorado hacia uno de los extremos. Hacia el del país en blanco y negro de Abascal o hacia las exigencias desestabilizadoras de los soberanistas periféricos de los que dependería Sánchez.
La perversa dinámica de bloques ha hecho imposible cualquier otra solución: a fuerza de caricaturizar al rival para blindar el espacio propio se alumbra un voto más a la contra que a favor de obra. Si gana Feijóo ganará el antisanchismo: si vence la izquierda, lo hará el miedo a Vox. De ahí, la sucesión de goles en propia puerta de esta campaña: la obsesión por desacreditar al otro ha forzado errores de bulto impropios de un equipo serio (atribuirse el triunfo de antemano en un cara a cara, como hizo Sánchez; manejar datos falsos sobre la subida de las pensiones, en el caso de Feijóo).
Una espiral tóxica que amenaza con penalizar a quienes eluden entrar a ese juego. En Euskadi, por ejemplo, es posible que la resistencia del PNV a elegir una de las dos camisetas (cerró la campaña con la elástica ‘verde Euskadi’) acabe ahuyentando a parte de su electorado: de hecho, preocupaba en las filas jeltzales la recobrada moral de la izquierda por aquello del voto útil en una Euskadi en la que buena parte del electorado es alérgico por principios a un Gobierno de la derecha. Paradójicamente, al elegir bloque, Bildu podría ser el único de los socios de Sánchez que rentabilice su apoyo al presidente: la papeleta de la coalición se interpreta en Euskadi como un aval a Sánchez con label vasco. «Lo vamos a petar», se escucha en sus filas. La pelea entre las dos fuerzas del nacionalismo vasco no es en absoluto secundaria: quien salga victoriosa habrá dado un paso de gigante para tomar posiciones de cara a las autonómicas de 2024. Sobrevivir al 23-J será, para muchos, una tarea en sí misma.